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385 LOS CONUQUEROS DE LOS ÁRABES

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I
Cuando a Noruega le llegó el petróleo, iniciando la década de los años setenta del siglo pasado, ya no lo necesitaba. Y, en un acto de disciplina que sólo es concebible en un escandinavo, decidieron guardar la totalidad de las ganancias que generara su explotación, para asegurar un futuro sin sobresaltos para sus ciudadanos. Lo hicieron tal como lo haría una corporación privada. Es decir: invirtiéndolo en fondos económicos y compras de acciones. Pero el sobresalto nada que llega y, mientras tanto, la cuenta de ahorros del país crece sin parar. Los ciudadanos de Noruega tienen guardado nada menos que 800 mil millones de dólares, lo que equivale al 1% de todas las acciones del planeta.
Para que se entienda la enormidad de esa cifra, un país con la población del Zulia, nuestro estado petrolero, tiene guardado el equivalente a 40 veces la totalidad de las reservas internacionales de Venezuela.
Al Golfo Pérsico le llegó el petróleo un poco antes. Fue iniciando la década de los cuarenta, cuando Venezuela ya tenía treinta años explotándolo. Los países del Golfo sí necesitaban ese dinero para pasar de un nomadismo de arena, carpa y camello, a insertarse en la dinámica global. Literalmente, construyeron sus países desde la nada. Pero cuando el trabajo estuvo hecho… también empezaron a ahorrar. Esa forma de ahorro para el futuro se conoce comoFondo Soberano de Inversión. Salvo Irak, todos los países del Golfo que pertenecen a la OPEP lo tienen.
Catar, por nombrar a uno de ellos, tiene guardados 60 mil millones de dólares por concepto de fondo de inversión. Aunque tiene treinta años menos que Venezuela explotando su petróleo, este pequeño país (cuya población total es inferior a la de Caracas, nuestra capital) ya guardó en dinero el equivalente a tres Venezuela de hoy. Obviamente es un país rico si la riqueza la contabilizamos en dinero contante y sonante, pero basta adentrarse en los datos de Catar para leer un perturbador despreciable a la hora de medir el porcentaje de agua que tienen. Cuando la riqueza se mida en agua, Catar será de los países más pobres de la tierra.
Y ellos lo saben.
¿Por qué países como Noruega o los del Golfo Pérsico tienen un Fondo Soberano de Inversión? ¿Por qué, teniendo deudas y tentaciones de inversión, deciden ahorrar compulsivamente? La pregunta obviamente es retórica porque todos sabemos la respuesta: lo hacen porque que en algún momento el hambre llegará.
Y Catar lo sabe.
Países como Catar o los Emiratos Árabes Unidos se alimentan porque tienen cómo pagar la importación de todos sus alimentos. Con una cantidad tan grande de dinero ahorrado, uno pensaría que jamás les faltará para importar ese alimento. Pero los estrategas a largo plazo les han comenzado a decir una verdad incómoda: la población mundial crece de forma exponencial y, tarde o temprano, llegará el momento en que el país que te vendía alimento va a preferir dárselo a su propia gente.
Hay un solo momento en el que el dinero para comprar comida realmente no sirve para nada: cuando no te la quieren vender. Pero hasta eso tiene solución, como veremos a continuación.
II
Cuando nos nombran países como Etiopia, Sudán, Sierra Leona o el Congo, es casi seguro que venga a nosotros la imagen de masas de famélicos africanos caminando como zombis, en eriales donde no se ve ni siquiera una mota verde, intentando llegar a refugios de precarias carpas que languidecen bajo un sol inclemente. ¿Pero que pensaría usted si le aseguro que en esos cuatro países hay tierras fértiles (¡y mucha!) de un verdor embriagador?
¿No me cree? Pues le invito a colocar en cualquier buscador de Internet el nombre del país, acompañado del par de palabras tierras fértiles. Lo grave es que esas tierras están siendo tomadas de manera agresiva y acelerada por quienes tienen el dinero para hacerlo. Entre 2001 y 2011, más de 80 millones de hectáreas de tierras fértiles públicas (casi el tamaño de Venezuela) cambiaron de dueño y pasaron a manos privadas. De todo ese territorio, el 63% está en ÁfricaCambiar de dueño es el eufemismo con el que hoy se define a una de las formas más agresivas de colonización: el acaparamiento de tierras con fines comerciales. Por tratarse de un fenómeno que todavía afecta relativamente poco a los países de habla hispana, el término más usado es Land Grabbing (y ésa es la razón por la que algunas de las referencias que sugiero en este artículo están en inglés).
Tanto las grandes multinacionales como los países acaparan tierras. En el primer caso se trata de inversionistas ávidos por multiplicar ganancias, como los grandes monocultivos (soja, palma, cacao, trigo, café y maíz a la cabeza), la generación de bio-combustible o, simplemente, asegurar tierras que mantengan el flujo de alimentos para las grandes corporaciones de comida. En el segundo caso, se trata de la ansiedad natural de los países y el deseo de garantizarle en el futuro comida a sus ciudadanos.
En pocas palabras: si en un futuro cercano y apocalíptico el dinero no sirve para importar alimentos, lo mejor será ser dueño de las tierras en las que se puedan producir.
Escribe el periodista Stefano Liberti, en su impecable libro Los Nuevos Amos de la Tierra(Editorial Puntocero), que en África durante los últimos cinco años más de 10 millones de hectáreas de tierras fértiles anuales han pasado a manos de holdings económicos de países árabes, de China y de India. Se trata de tierras que eran trabajadas por campesinos. Si a este dato le sumamos que la FAO afirma que 70% de las explotaciones agrícolas de la tierra son explotaciones familiares de una hectárea, queda claro que para hacerse dueño de 10 millones de hectáreas o se desplaza a muchos habitantes originales o los conviertes en tus obreros.
III
Lo invito a sentarse, amigo lector, porque si no lo hace el próximo dato que escribiré lo obligará.
No todas las tierras (en especial las públicas) pueden venderse por ley, pero sí pueden alquilarse mediante contratos de, por ejemplo, cien años. Las compañías de los grandes fondos soberanos árabes de inversión han obtenido tierras por cifras que promedian el euro anual de alquiler por hectárea. No leyó mal: diez mil euros de alquiler durante un siglo de cien hectáreas de la tierra más fértil de un país.
¿Cómo es posible semejante desmán? ¿Cómo es posible que un gobierno soberano acepte algo así? El trato es que, a cambio de tierra gratis, el inversor le cederá al país infraestructura agrícola y civil que no posee: tecnología de siembra, represas, puertos. Es decir: tecnología de siembra para producir una comida que no quedará en el país, represas para poder regar los campos que producirán una comida que no quedará en el país, y puertos para poder exportar a otros países comida que se produce en ese país.
Un país colonizado por gente con dinero que le pagó a unos gobernantes para desplazar a sus campesinos y convertirlos en sus conuqueros.
No culpo a los árabes, ni a los chinos, ni a los indios ni a nadie que quiera asegurarle comida a su pueblo. Las leyes del mercado y de la política siempre han sido muy claras: si a un capitalista o a un gobernante (socialista o no) se le deja suelto, sin auditorías ni control, con seguridad nacerá un ávaro o un autócrata corrupto.
Todavía en la América hispana el fenómeno no tiene los aires inmorales que en África, pero eso no significa que seamos un continente impoluto. Por el momento, el acaparamiento de tierras ha venido desde la empresa privada multinacional (especialmente para la siembra de soja para alimentos de animales, maíz para biocombustibles y palma para aceite). ¿Pero y si los países petroleros del Golfo árabe voltean la mirada hacia acá?
En ese caso, espero que cuando miren las tierras de Venezuela no seamos pobres, tengamos ahorros y nos hayamos preparado… porque si no es así, no pasaremos de ser más que unos conuqueros sin derecho a cocinar nuestra propia comida.

386 LAS CAUSAS ME ANDAN CERCANDO

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1
Peregrinar al mercado de pesca artesanal de Porlamar, que queda en el sector Los Cocos de esta isla que adopté y me adoptó: Margarita, es una cita que suelo forzar. Busco que se dé aunque no sea necesario del todo, porque tengo formas más cómodas de acopiar pescado para mi restaurante.
Me gusta vivir ese bullicio vibrante, desordenado y azaroso que carga de salitre y yodo la atmósfera. 
El miércoles pasado, uno como cualquier otro, aproveché la visita de unos amigos de Argentina para ir nuevamente. Una parada más en el mapa de ruta de lugares que quería mostrarles para que se llevaran una linda imagen tanto de la isla como del país. Es una historia cotidiana, de esas que empiezan a las siete de la mañana buscando amigos en el lobby de un hotel y que nadie sabe cómo terminarán.
2
La ciudad de Porlamar es una cuadrícula de calles angostas donde compiten por el espacio los vendedores de frutas, el desorden urbano, las unidades de transporte público, uno que otro turista despistado y los marchantes apurados que, a paso seguro, sortean zigzagueando rumbo a cualquiera de los negocios de esta suerte de gran centro comercial extendido y de apenas un piso.
La calle Igualdad es paralela a la Maneiro y a ambas las cruza la Libertad. Así de cuadradita es: unas van en dirección a la Plaza Bolívar, otras van muriendo en el mar. Y yo siempre me pierdo. Siempre me agarra desprevenido una esquina. Siempre me toca preguntar cómo llegar al mercado.
A las ocho de la mañana, cuando llegamos al centro y yo ya estaba perdido, vimos una fila de gente esperando para entrar a un supermercado. Una fila descomunal. Quería la –mala– providencia que les tocara hacerlo en una acera a la que pegaba de lleno el sol de la mañana. Un sol que por mañanero no es menos sol.
Caras largas de gente esperando para comprar sin certeza de existencia. Manos que, con periódicos y cartones, se hacían algo de sombra en sus caras. Y ese cansancio que sólo se lee en el hartazgo.
Paré mi carro y le pregunté a un señor cómo llegar al mercado. Su cara se iluminó y dejó su puesto en la fila para acercarse a explicarme (con una andanada de pa´llás, de volteas y de te metes) la mejor manera de llegar a la esquina.
Para mí era una escena normal. Yo hubiera hecho lo mismo. Un instante cotidiano. Para mis amigos argentinos no, así que me preguntaron:
 ¿Por qué no toman la calle?
– Porque somos un pueblo que detesta la violencia, Martín. Porque somos gente buena, Martín…
Confieso que la respuesta, poco pensada, inmediata, visceral, me sorprendió. Sobre mí flotaban tantas voces que dicen que estamos así porque no nos arrechamos como para que fuese imposible no sentir un poco de vergüenza por mi respuesta.
Pero es la verdad.
Somos gente buena. Si un día le faltaran pañales a un hijo con parálisis infantil y tuviese que hacer la fila (como me contó un señor), la haría. No sabría arrecharme, ni empuñar el arma, ni quemar la calle ni irme al monte a guerrear.
En esas filas no hay resignación: simplemente hay gente buena que espera cordura de parte de quienes juraron defenderlos. Gente muy triste, muy decepcionada, muy cansada. Gente buena. Gente que siempre da una dirección y que, si pudiera, caminaría con uno hasta el lugar.
3
Esta historia pudo haber llegado hasta allí. Pero, parafraseando a Silvio Rodríguez, ese día las causas me andaban cercando. Cotidianas. Invisibles.
Ese día el azar se venía enredando.
En el mercado compré tajalí y le dije al señor que era para orear. Pagué y:
 –Vaya y siga mostrándole a sus amigos el mercado. Yo se lo preparo para que le pueda echar bien la sal.
Eso me dijo un señor que no tenía ninguna necesidad de trabajar de más, porque su trabajo es vender un tajalí entero y eso es lo que se espera de él.
Seguí caminando entre pasillos, exhibiendo ya con evidente orgullo mis conocimientos sobre el mar, adquiridos durante este lustro en la isla. Y en ese andar nos pasó por delante una señora con su mercado. Las bolsas transparentaban y permitían intuir una docena de pomalacas. Yo, como buen guía turístico de mi troupe argentina, les expliqué la maravilla que es esa fruta. En el mercado no venden frutas, así que seguramente la señora las había comprado en otro lado. Quizás a alguien en la calle, porque la pomalaca es estacional y de patio y nunca la venden en supermercado.
Señora, ¿me regala una pomalaca, para que estos amigos argentinos la conozcan?
Y la señora me la dio. Y a mí me pareció normal pedirle comida regalada a una desconocida en el pasillo de un mercado. Y a una desconocida le pareció normal que se la pidiera. Y mis amigos argentinos no entendían nada.
Volvimos al puesto del pescador y le pregunté: ¿Cuánto le debo, señor, por arreglarme el pescado? Y él me dijo: Nada, mijo. Nómbreme un día en su programa de televisión. Y entonces mi ego sonrió, porque por primera vez en el día alguien me había reconocido.
Gente buena. Gente que da la dirección con cariño, que regala comida, que se reconoce.
No hay un día en el que no los sienta mayoría.
Gente bella los venezolanos. Y punto.

Menú del día de enamorados de mi restaurante en Margarita (Mondeque)

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Mi restaurante es de muy pocos puestos (y con parejas ocupando mesas de 2, se reduce más), por lo que es importante reservar (turno de 7:00 pm o de 9:30 pm) al 0295-2674570 (Isla de Margarita). El precio por pareja del menú es 2.500BsF e incluye una copa de espumante para cada uno de los tórtolos enamorados.

¡Los espero!

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Enamorarse es vivir una atmósfera. Comer también lo es. En una cena de dos que se aman, lo que menos importa es la cocina, porque una buena cocina debe ser silenciosa pero no invitar al silencio, transparente pero pintar de miradas la mesa, humilde porque los que importan son los códigos que surjan mientras se come. La cocina es una excusa de felicidad.

Este menú de enamorados tiene un formato pensado para ello: Cada uno de los tiempo se servirá en tres porciones para la pareja. Un bocado para cada uno, y un bocado para que decidan si amorosamente se lo ceden al amor o lo comparten. El plato final tendrá almibar y no tendrá cubiertos. Que hablen los dedos… y si después de ese postre ha hablado el amor, ¡que callen mis platos!

Sumito Estévez

Restaurante Mondeque, 14 de Febrero de 2015.


Menú día de los enamorados

Abreboca

  • Pate de mejillones guardieros sobre crujiente de chaco.

Entrada Fria

  • Ensalada Cesar de carite con casabe crujiuente perfumado con ají dulce.

Entrada caliente.

  • Asopado de mariscos con mejillones tempurizados.

Principal

  • Polvorosa de robalo con salsa de mantequilla de pasitas y alcaparras.

Postre

  • Buñuelo de yuca y con almibar de papelón.

387: CHINAMPAS

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I. El Mundo

A mediados del siglo VI, Roma era un imperio venido a menos: había pasado de tener un millón de habitantes en su esplendor a unos menguados 80.000. El emperador era Justiniano I y el profeta Mahoma estaba por nacer. En Europa al concepto de cloaca le faltaban 1.200 años para aparecer. En una ciudad como la sufrida Londres, los transeúntes estaban acostumbrados a esquivar los baldazos inmundos que llovían desde los balcones. Y, además, en aquel viejo continente eran demasiados los que pasaban hambre.

Sin embargo, ninguno de estos datos habría impresionado a una descomunal y ordenada ciudad de casi 300.000 habitantes que florecía a los pies de unas pirámides, con sistemas de disposición de aguas negras en cada una de las viviendas y un sistema de estratificación de labores diseñado en función del bien colectivo. ¡Tan distante de la barbárica Europa!
Hablo de Teotihuacán, el impero que se acobijó bajo la sombra de lo que hoy los turistas que van a México llaman la Pirámide del Sol.

Alimentar a 300.000 personas todos los días no es juego. Y mucho menos en el año 600 d.C.. El crecimiento (y la decadencia) de una civilización depende íntimamente de su capacidad para alimentarse. Conseguir esos alimentos bien puede darse por capacidad de compra, gracias a los ingresos comerciales de otros bienes, bien por fijar impuestos a pueblos esclavizados, o bien por el desarrollo autónomo de formas de agricultura.

Lograr 500 gramos de vegetales y cereales cocidos, que es el promedio de consumo diario de los humanos, implica procesar dos kilos de ingredientes (recordemos que los tallos, las raíces, las pieles y las hojas también pesan). Es la nada despreciable cifra de 18 mil toneladas de vegetales por mes. En una ciudad a la que diariamente tenía que entrar tal cantidad de comida (no había refrigeración para entonces), es fácil intuir el frenesí que flotaba sobre esta megalópolis: el comercio, el transporte, las cocinas, además de la disposición de residuos de los comedores bulliciosos.
¿Cómo lo lograron? ¿Cómo pudieron alimentar a tantos, antes de que las guerras y las sequías arrodillaran al imperio?

Lo lograron porque estaban más avanzados en metodologías de producción agrícola de lo que jamás soñó la humanidad en cualquier otro sitio del orbe.

II. Las Chinampas

Buena parte de lo que es el actual territorio de la capital de México fue una enorme zona inundada por un sistema de lagos conocido como Texcoco. Aunque todos esos lagos fueron alimentados por el deshielo circundante, muchos de ellos eran salobres (hasta el punto de haber sido fuentes de sal) por los minerales arrastrados. Otros eran de aguas poco potables por los sedimentos orgánicos que había en ellas, pero esos eran ideales para la agricultura. Uno de estos cuerpos acuíferos no salobres es el lago de Xochimilco, un espacio de canales e islas muy popular entre los turistas porque allí se toman unas barcas coloridas en las que se puede comer y oír música popular y mariachis mientras se pasea.
Esa zona es justamente la cuna de los Toltecas, quienes desarrollaron el método de chinampas para sembrar.

Aunque el apogeo del método se sitúa ya cuando el imperio de Teotihuacán estaba en su fase de decadencia, la historia del método  de chinampas permite entender, por una parte, la importancia como despensa que tenía la zona de los lagos y, por otra, el grado impresionante de perfección técnica que desarrollaron quienes habitaban esas riberas: literalmente construyeron un México flotante lleno de vida. Un México perdido que, como les voy a contar un poco más adelante, cuenta con un ejercito de resistencia que intenta retomar esta herencia como la solución ante la estupidez humana que durante siglos nos llevó a sembrar incorrectamente.

Tramo a tramo, con paciencia, terminaron por hacer un entramado de canales, una Venecia verde, un paraíso en la tierra donde todavía hoy hacen vida personas que van al trabajo o al colegio en sus botes, en su cotidianidad.

isla ganada al lago sumito estevez 640

Lo primero era colocar unas estacas que sobresalen desde el fondo del lago, y que servirán de borde a las futuras islas. Luego comenzaban a rellenar con material orgánico, tanto del fondo de la laguna como de tierra firme, hasta lograr islas que iban desde algunos metros cuadrados hasta varias hectáreas. Entonces allí sembraban sauces, para que las raíces fijaran las islas flotantes hasta convertirlas en espacio ganados territorialmente.

almacigo sumito esteves 300

Ya logradas las islas, empezaba la magia: se hacía en la tierra un rectángulo ahuecado de uno 3 metros de ancho por 10 de largo y eso se rellenaba con el fondo orgánico de la laguna. Justo antes de que ese barro se endureciera, se cuadriculaba hasta lograr un enorme tablero con terrones cuadrados de dos centímetros por lado. A cada terrón se le hacía con el dedo un hueco en el medio y allí se colocaba la semilla para que germinara: ¡era un almácigo reciclable de 30 metros cuadrados!

Mientras germinaban las semillas, se abrían los canales de siembra en la tierra y se rellenaban con un compost hecho con fondo de la laguna, cenizas volcánicas y material orgánico descompuesto controladamente. Luego del tiempo debido, cada semilla germinada se agarraba con su terroncito y se pasaba al lugar preparado para su crecimiento. Al final se cubre con pastura seca a modo de colchón, para evitar que las salpicadas de la lluvia en la tierra salobre afectara el crecimiento de las plantas.

No había necesidad de agroquímicos, ese invento infernal de la modernidad, porque todavía no había aparecido ese jinete del apocalipsis que es el monocultivo. Plantas en crecimiento, acompañadas estratégicamente por otras que se coadyuvaban a la hora de controlar plagas. Y, en caso de que fuese necesario controlar alguna, se rociaban con cocciones de ajíes (chiles) y ceniza, como todavía hacen y yo mismo pude verlo: media hectárea con mucha comida y en un lago con muchas hectáreas ganadas, capaz de alimentar a poblaciones circundantes que sumaban la población de cualquier capital actual.

Por la naturaleza de mi oficio, he estudiado muchas metodologías de siembra. Me apasiona entender cómo fue el proceso de domesticación de la semilla, quizás el más grande logro de la humanidad, porque fue eso lo que nos dio el tiempo para pensar y amar. Y nunca, en ningún lugar del mundo, he visto un método de ingeniería agrícola más depurado que el de las chinampas.

Es el ciclo perfecto de la vida, sin llevarse a la vida por los cachos en el intento.

III. En el pasado está el secreto del futuro

A los campesinos de Xochimilco los fue engullendo el sistema actual, si es que puede llamarse sistema a algo tan dañino.
La mayoría vive de llevar turistas en botes por los canales contaminados de la laguna y así ganar un mísero salario que apenas da lo suficiente para comprar esos alimentos que dejaron de sembrar. Otros siembran flores y la verdura que necesite el mercado por encargo para las grandes cadenas, con un precio que ha sido pre-fijado desde muy arriba. Vemos así grandes viveros cubiertos de plástico con coloridas flores que hacen que los turistas digamos cada diez remadas “¡Qué bonito!” o llenos únicamente de la lechuguita perfecta que pedimos los amos desde la ciudad, en nuestro dictatorial ciclo de la estética que deshecha cualquier vegetal feo.

germinado sumito 300

Es necesario que sepamos que la única forma de tener lechugas o tomates sin sembrarles otro vegetal al lado que funja de control (y fuera de su estación natural de crecimiento) es llenando esos bonitos viveros de mucho veneno. Con tal de tener todo el año los mismos vegetales, preferimos comerlos envenenados. Así somos. Pero allí, en ese lago, a apenas unos metros del monocultivo y el veneno, también crece un movimiento de resistencia.

Estos grupos agroecológicos que están sembrando mediante el viejo método tolteca, están tratando de hacerles entender que quien siembra con semillas obtenidas de las mejores plantas y siembra aquello que pide la estación climática, uniendo cultivos para no comprar agroquímicos y usando composturas con el material orgánico del entorno, puede dejar de ser pobre porque no depende de comprarle a otro para vivir.

No es fácil. En Xochimilco pasa como cuando un vecino fumiga y todas las cucarachas huyen a nuestra casa. Ese vecino empeñado en sembrar flores en una tierra que no se ganó para eso sino para alimentos lo logra gracias a mucho veneno, así que sus plagas migran a los lugares donde no lo hay. Pero es muy interesante ver cómo el esfuerzo de estos grupos está puesto en combatir un entorno que cambió para mal (más contaminado, con plagas nuevas, más caliente) usando un método tradicional como el de las chinampas y desarrollando nuevas tecnologías naturales adaptadas a estos tiempos.

Ya no podremos volver al pasado, pero el futuro no pinta bien. Y parece que unir los métodos tradicionales con nuevas biotecnologías es la cantera de la solución. Pero depende de usted y de mí que funcione, porque la sociedad actual debe romper con uno de sus más grandes paradigmas alimentarios: tenemos que volver a comer aquello que hay y no lo que queremos.

No es tan malo que a veces no haya tomate porque no es temporada. Al contrario: es divertido saber qué es lo mejor que nos dará la tierra e inventar con el producto perfecto.

388: EL MIRABOLSAS

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I. El mirabolsas
MERCAL son las siglas con las que se conoce en Venezuela una extensa red de supermercados pequeños que es manejada directamente por el Estado para vender comida con precios muy por debajo del precio de mercado. En muchas ocasiones, incluso el precio está por debajo del costo. Conceptualmente siempre me gustó: me parece absolutamente lógico que un país busque su seguridad alimentaria a través de los mecanismos que considere. Y más lógico tratándose de un país no productivo, dependiente de la renta petrolera, que use parte de esas ganancias para establecer subsidios directos que le aligeren la dura vida a quienes el salario no les alcanza.
Por mucho tiempo funcionó bastante bien: un pequeño local abierto, con horario claro, al que podía ir cualquiera. No era normal ver entrar a la gente de clase media por razones que iban desde aversión política hacia el concepto mismo de un Estado importador, porque simplemente era más cómodo ir a un supermercado tradicional, o porque la oferta era básica y hacía preferible ir donde hubiese una variedad más extensa.
El sistema ha sido ampliamente acusado de corrupto, pero como eso a mí no me consta, vamos a quedarnos con la idea de que lo de MERCAL me gustaba, aunque tenía mis quejas por su uso descarado para hacer proselitismo político con claras intenciones electorales y el hecho obvio de que un sistema de subsidio eternizado (porque nunca pudiste enriquecer a los pobres) es una perversión populista.
Vivo a cien metros de un MERCAL, aunque en el caso de mi zona más bien podría calificar de pequeña bodega. Soy un hombre rutinario: todos los días paso frente al MERCAL a las seis de la mañana en mi bicicleta y todos los días, ya de regreso, paso de nuevo a las cuatro de la tarde. Ese ir y venir, constante, predecible, rutinario, ha terminado por convertirme en testigo de excepción de la evolución de la red estatal: una evolución íntimamente ligada a la involución de nuestro país.
Con los años he ido haciendo una especie de álbum de fotos en mi cabeza donde la locación es la misma y la escena ha cambiado hasta el deterioro más puro.
Cuando empezó el actual período de escasez, comenzaron las filas. Al comienzo, a las seis de la mañana, la calle estaba vacía. Luego empecé a ver gente a esa hora, hasta llegar a lo que podría calificar de la escena actual que no es más que un resumen de infamia: gente que en colchonetas y sillas se coloca frente a la puerta a las ocho de la noche. Filas impresionantes frente a una puerta cerrada cuando paso cada mañana a las seis. Toda una economía generada alrededor para venderles cena y desayuno a quienes están allí, a esa gente que, cuando regreso en la tarde, espera el transporte público con sus bolsas de compra.
Si quisiera darle el beneficio de la duda al partido político gobernante y creyera que la escasez es producto de una guerra económica para arrodillar al gobierno, esta escena diaria es la triste prueba de la incoherencia de ese discurso: en MERCAL el único culpable de lo bueno o lo malo que suceda es el gobierno, porque el proceso de importación, acopio, distribución y venta está totalmente en sus manos.
Seguramente es cierto mucho de lo que se oye respecto de la dinámica de la escasez: que es propiciada para adormecer, que muchos de los que pernoctan desde el día anterior lo hacen para vender el puesto, que otros tantos han hecho de la reventa en el mercado negro de bienes subsidiados su forma de vida. Pero me consta que la gran mayoría de quienes salen por ese portal del fracaso de un proyecto de país son mujeres que en sus manos tienen una única bolsa. Hablamos de un pueblo con hambre que, a falta de dinero, lo único que le sobra es tiempo para hacer esas filas inmorales.
Hablamos de un pueblo que gana seis mil bolívares al mes en un país donde un pollo cuesta quinientos bolívares, a menos que lo compres en un MERCAL.
Así, eso que antes se concibió como una ayuda ahora es una forma de supervivencia: ya Venezuela no es aquella en la que los venezolanos disponíamos 22% de nuestro salario para alimentarnos.
A fuerza de pasar cada día por ahí en mi bicicleta, me acostumbré a ver las bolsas de esas señoras sentadas en la acera esperando su transporte. Confieso que me da tanto dolor que he comenzado a odiar (una palabra, si me permiten decirlo, fuerte para mí) esas bolsas azules semitransparentes que impúdicamente muestran la esperanza y los residuos del futuro posible que nos robaron.
En esas bolsas siempre hay un pollo, un pote de margarina, un frasco de mayonesa, una que otra lata, galletas, leche en polvo, harina de maíz y, con suerte, detergente. También he hecho el ejercicio de calcular cuánto dinero puede haber gastado esa señora en lo que lleva en esa magra bolsa y la cuenta siempre ronda en ocho horas al sol y unos trescientos bolívares.
Ocho horas al sol y trescientos bolívares.
Y he terminado por sentir como propio el agobio de esas señoras: la única razón por la que no hago esa fila es porque yo tengo un dinero que ellas no. Y porque soy cocinero y me sé adaptar a la oferta. Pero éste no es el país que soñé.
Justo a cincuenta metros de la puerta del fracaso está el puerto de pescadores conocido como Playa Juventud. Cada mañana veo cómo llegan los pequeños peñeros artesanales con su carga. Es el mismo puerto al que me referí en El diálogo de la sardina. Pues bien: allí apenas hace dos semanas compré pescado a cien bolívares el kilo.
Es inevitable que me pregunte por qué alguien hace una fila de ocho horas bajo el sol para comprar un pollo, una margarina y una mayonesa si, con ese mismo dinero, pueden comprar un kilo de pescado y vegetales a apenas a cincuenta metros y sin hacer fila.
Esa pregunta me asalta cada día. Me tiene mal.
Es una pregunta para la que no logro respuesta: una pregunta para la que sólo me queda especular.
II. La más conservadora de nuestras expresiones culturales
Cuando un invasor decide colocar su pie imperial sobre el territorio nuevo, lo primero que hace es sustituir los símbolos y los ritos culturales del sometido. Hacer que alguien deje de cantar sus cantos, creer en su bandera y rezarle a sus dioses, en el largo plazo, resulta más efectivo que la represión pura y dura.
Pero esa política siempre se ha topado con una expresión cultural indoblegable y conservadora en extremo: el modo en que comemos.
Aquí comemos arepa y casabe exactamente igual y con las mismas técnicas que lo hacían los pueblos originarios de lo que posteriormente se llamaría Venezuela, aunque ya no hablemos su idioma, ni le recemos a sus mismos dioses ni tengamos expresiones de canto popular con sus instrumentos.
Sin embargo, eso no es un fenómeno que dependa de una política de genocidio cultural. Por ejemplo: si revisamos un recetario tradicional de Alemania o de España, serán muy pocos los ingredientes americanos que veremos (papa en un caso, tomate en el otro) y las recetas han variado poquísimo en cientos de años. Es cierto que les gusta tomar cacao o el sabor de un piña, pero a pesar de la infinita despensa que Europa consiguió en América, a la hora de la cocina popular (la casera, la doméstica) América apenas existe.
Así de conservadora es la cocina: una vez que un pueblo se acostumbra a comer de una manera, es muy difícil acostumbrarlo a otra cosa.
Un noruego ya no tiene que comer alimentos conservados como consecuencia de las necesidades impuesta por la pobreza y el frío, pero igual haría fila toda la noche el día que le digan que el bacalao salado escasea, aunque le estén regalando al lado arenques y bacalao fresco. Mi hija tiene un padre que podría hacerle mayonesa todos los días, y aun así delira por la de frasco que se acostumbró a comer.
Gusto, el indoblegable: la expresión cultural más conservadora del hombre.
Ya dije en el apartado anterior que no tengo respuesta para la “Paradoja del pollo difícil y el pescado fácil” que describí. Para empezar es un fenómeno que debe tener muchos componentes: en esas filas está la prueba de que, por mucho que el poder se empecine en cambiar los nombres de nuestros símbolos, no logrará que odiemos a la harina de  maíz de nuestras arepas y seguiremos haciendo filas que demuestran el fracaso de un modelo donde es casi imposible producirla; en esas filas está el discurso populista en su expresión máxima de acostumbrar a la gente a sentir que los derechos son dádivas; en esas filas está el desconocimiento culinario que hace que uno no sepa cómo cocinar otras cosas y por lo tanto compre lo de siempre; en esas filas está el hambre en su expresión más fea; en esas filas hay hasta una forma de protesta que le dice al poder que no nos obligarán a comer de manera distinta, aunque eso sea más lógico…
Así de conservadores somos.

389: AJÍ DULCE: EL OLOR DE MI PAÍS

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I. Tocan. Huelen. Aman.

Las madres tocan. Tocan con el revés de la mano la mejilla de sus hijos cuando los despiertan para que vayan al colegio. Tocan con la palma abierta, en arco y usando más bien las puntas de los dedos, para acomodarles la cabellera rebelde. Tocan con el pulgar para borrar las lágrimas de sus muchachos o alguna chispa de comida en la comisura de los labios. Tocan con mano abierta y pesada el pecho del niño enfermo en cama. Tocan cuando sostienen en la concavidad de su mano la quijada de los hijos avergonzados y les levantan el rostro con suavidad para que se miren a los ojos. Tocan con pellizco de pulgar e índice para quitar los mocos. Tocan a palma completa la mitad de la cara cuando acercan a sus hijos para estamparles un beso en la otra mitad. Tocan con dedo ensalivado para limpiar las mejillas. Tocan con los dedos índice y medio, unidos y erectos, los labios de sus hijos para mandarlos a callar con suavidad. Tocan cuando, con la espalda del hijo contra el pecho de madre, arco con arco, duermen juntos en la cama y ellas dejan que la cara de ellos usen una de sus manos de almohada, mientras la otra los abraza.

Las madres tocan.

Los hijos huelen.

Huelen porque las manos de las madres tienen olor. Es un olor primario, animal, salvaje. Un olor que en el tiempo olvidamos, pero que deja una memoria atávica. Nuestro patrimonio aromático nace de allí, porque las manos que nos acarician son manos de cocinera. Capa a capa, esas manos se han ido barnizando con los olores de la masa de maíz moldeada, de la cebolla cortada, del mango pelado, del ají que deja un recuerdo perdurable debajo de las uñas que se usaron para quitarle las semillas.

Las manos de una madre de la India huelen a cebolla, jengibre y cúrcuma. Las madres de una madre española huelen a ajo y oliva. Las madres de una madre mexicana huelen a maíz, chile y cal. Las manos de una madre inuit huelen a sangre. Las manos de una madre venezolana huelen a comino y ají dulce.

Que un venezolano diga que el ají dulce es el perfume de su país va mucho más allá de un recurso poético. Es el perfume de un país porque en su aroma está tatuada nuestra nostalgia.
La próxima vez que cocine, no se lave las manos sin antes sobar a su muchacho: regálele un país entero con esa caricia.

II. El ají dulce. Nuestro ají dulce.

Para los venezolanos el ají dulce es literalmente el perfume de nuestro país. Lo es porque es irrepetible. El ají, producto americano, surge hace 20.000 años en la zona que hoy comprenden Bolivia y Perú. El hombre aprende a sembrarlo y a reproducirlo hace 10.000 años y, finalmente, llega a las tierras venezolanas hace 5.000. Y no gustó.

A nuestra gente no le gustaba mucho el picante. Igual lo sembraban con desgano y quiso la providencia que, de vez en cuando, a la mata le salieran unos ajíes enfermos. Es decir: unos ajíes que no picaban tanto. ¡Pues esas semillas eran las que nos daba por sembrar! Las raras. Las dulces.
Pero no toda mata salía robusta ni productiva. Así que el hombre desechaba las semillas de las plantas mustias y prefería las rozagantes. Y así, de siembra en siembra, de error en error y prueba a prueba, fuimos creando literalmente un ají con el sabor que nos gustaba y que se adaptaba mejor una condiciones climáticas (y unas plagas) muy, pero muy, específicas.

¡No es casual que cada vez que tratamos de sembrar una semilla del ají dulce margariteño en otro espacio geográfico, sale cualquier cosa menos un ají aromático, colorido y robusto!
Y justamente, para hacerle honor a ese ají que nos define, ese ají que perfuma las manos de nuestras madres, termino este escrito con una receta.

 III. La receta: un abreboca para una fiesta con amigos

Los ajíes dulces rellenos son un verdadero vicio y el mayor esfuerzo de esta receta está en tomarse el tiempo para escoger los más bonitos (y, sobre todo, los más grandes). Aunque en esta receta el relleno es de cazón, pueden rellenarse prácticamente de cualquier guiso que usted sepa hacer. Los he hecho de pollo, de camarones y hasta vegetarianos. Lo importante es que el relleno pueda apelmazarse, así que en algunos casos quizás sea necesario agregarle al relleno queso, pan rallado, crema de leche o cualquier agente que aglutine.

Ajíes dulces rellenos

Ingredientes

- 30 ajíes dulces grandes y de diferentes colores
– ½ plátano maduro cortado en tajadas
– ½ taza de aceite onotado
– 250 grs. de cazón, hervido en agua con sal durante treinta minutos
– 4 cucharadas de cebollín picadito
– 4 cucharadas de alcaparras picaditas.
– ¼ de taza de cilantro fresco picadito
– Sal
– 100 gramos de queso amarillo (que sea uno bueno para gratinar)


Preparación

1. Corte con cuidado la tapa superior de cada ají (la del tallito) y, con delicadeza y ayudándose con una cucharita de postre, quite las semillas para que cada ají quede como una copita.

2. Fría en el aceite onotado las tajadas de plátano bien maduro, hasta que estén doraditas. Sáquelas del aceite y córtelas en cuadritos muy pequeños. Reserve el aceite porque va a usarlo de nuevo. Aunque para esta receta freír un plátano es mucho, y no es lógico usar sólo medio plátano, le doy dos opciones: haga el doble (es decir: rellene 60 ajíes) o meta la otra mitad del plátano a hornear con queso, que a un plátano horneado nunca se le niega mordisco.

3. Con la mano desmenuce el cazón después de hervido y reposado, hasta que queden hebras finas. Cocínelo a fuego bajo en una sartén junto al aceite donde se frieron las tajadas, cebollín y alcaparras. Remueva constantemente hasta que la mezcla tenga una consistencia pastosa porque el cazón se ha convertido en casi un puré. Retire del fuego, deje enfriar un poco y agregue el plátano frito cortado en cuadritos, el cilantro fresco y la sal al gusto.

4. Rellene cada uno de los ajíes con la mezcla, pero no completamente hasta el tope: deje unos milímetros sin rellenar y cúbralo con queso amarillo rallado.

5. Coloque todos los ajíes en una bandeja y, justo cuando lleguen sus invitados, llévela a un horno a 200ºC hasta que se gratine el queso.

EL MENÚ DE DEGUSTACIÓN DE MONDEQUE

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Mondeque (Isla de Margarita, reservaciones +58-295-2674570 y +58-295-9880859), más que mi restaurante en la isla de Margarita desde hace cinco años, es el espacio que soñé para divertirme. El restaurante en donde cocino como me provoca comer todos los días. Una extensión de esa casa mía que es el alma.

Margarita, más que mi casa desde hace seis años, es el universo de las atmósferas. Aquí, en esta isla, he sido feliz y aquí he vivido momentos importantes.

Necesitaba vivir estos años de diversión, impunidad, alma, universo, atmósferas y felicidad para inventar este menú. Sé que suena increíblemente inmodesto afirmar que es un buen menú, pero lo digo porque me senté a comerlo como cualquier comensal, y recreé todo lo bueno que esta isla me ha dado... que no es poco.


PASO 1
(La mañana en la plaza: Empanadas de cazón)


Es muy temprano en la mañana. Estamos en cualquier plaza y una empanadera nos habla con desfachatez, mientras nos entrega en una bolsa de papel engrasada un par de empanadas de cazón. Tomamos un "tetero" con mayonesa de cilantro y nos preparamos para saludar al alba.

PASO 2
(La tarde en el patio con amigos: Sancocho de cabeza de pescado ahumada)



Una familia margariteña nos abre la puerta de su casa. Al fondo hay un patio y los hombre hacen un sancocho montado sobre leña. Picante, ron, dominó, la conversación distendida. El país posible.

El Cercado es la población en donde existe la gran tradición alfarera de Margarita. Los platos nos lo hicieron especialmente para este menú las manos de allá. Para hacer este sancocho, ahumamos las cabezas de pescado para recrear el sabor que sólo puede conferir la leña.

PASO 3
(Un día de playa: "Rompe colchón")



Estamos en la playa. Sombrilla, silla, oleaje. A lo lejos vemos al chico con su caja de madera que grita ¡Rompecolchón, vuelve a la vida, levanta carpa! Le hacemos seña. Viene y frente a nosotros hace un coctel de mariscos... galleta de soda.

Hicimos unas cajas de madera que replican las grandes de la playa. Al comensal se la llevamos con un coctel a medio hacer. Cada quien decide como terminarlo con vegetales, salsa inglesa, picante y una salsa"ketchup" que hacemos con tomates naturales.

PASO 4
(En una playa solitaria: Mejillones a la brasa)




Tomamos un peñero (bote artesanal de pescadores) y vamos a una playa solitaria a la que solo se llega en bote. Los pescadores sacan mejillones, prenden la leña, colocan una rejilla y allí los cocinan. la cocina más primitiva, más perfecta, más pura.

Hicimos unos anafres miniatura que llevamos a la mesa con carbones prendidos. En él mejillones de La Guardia asándose con un "pico de gallo" de vegetales frescos... ¡Y comer con las manos! ¡Y sentir el sonido que hacemos al absorber los jugos del mejillón!

PASO 5
(El domingo con los amigos en la playa: Pescado asado en plancha de zinc)



Es domingo, los amigos nos reunimos, metemos en el carro una plancha sobrante de zinc de las que se usan para techar y nos vamos a la playa. Pescamos. Colocamos el metal sobre una piedras, prendemos la leña, y sobre la lata caliente cocinamos lo pescado. Un poco de batata envuelta en papel aluminio... ¡La felicidad!

Hicimos con láminas de metal una recreación en miniatura de una plancha de zinc. La servimos caliente sobre una piedra. En ella una salsa de cilantro, orégano y limón. Sobre ella un trozo del pescado fresco que nos haya llegado del día, cocido a la plancha. Y batata horneada con papel de aluminio y sal gruesa.

PASO 6
(El atardecer: Majarete)



Una de las imágenes de esta Isla que más amo, es la de la gente en las tardes con sus sillas recostadas contra la pared, tomando café y hablando de la vida. La luz del atardecer los pinta y rebota con la estridencia de los colores de las paredes.

En Margarita hay una gran tradición de cestería ("maras"). Estas cestas nos las hizo uno artesano popular a  medida y en ellas colocamos un clásico majarete de maíz, coco, papelón (melaza de caña) y canela, recreando la hermosa costumbre local de mostrar la repostería en estas cestas.


390 MI PAÍS EN UNA MARCA GASTRONÓMICA

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Que la cultura de un país sea elemento protagónico para vender a ese país, es uno de los cambios más trascendentales que ha vivido la humanidad en los últimos cincuenta años. Antes de eso, para los encargados de promocionar a sus propios países ante el mundo, el prestigio lo determinaba la riqueza, el paisaje y el poder. Inclusive algo tan poético como la pintura solo le daba prestigio a una nación si los cuadros de un pintor valían fortunas en una subasta. Pensar que una nación iba a atraer turistas gracias a sus bailes, a un plato o a su música, rayaba en estupidez de poeta delirante. Es decir, el delirio de que el tango, el ceviche o el rock le produjeran millones a algunos países era, hace medio siglo, una locura.

Todos amamos nuestros propios países y todos quisiéramos que nos respetaran, nos conocieran, nos quisieran, nos visitaran. Todos sabemos que si un visitante por una vez en su vida prueba uno de nuestros platos, entra a una de nuestras casas a cenar, nos acompaña a un mercado; se enamoraría perdidamente de lo que somos. Pero esa conciencia colectiva que flota sobre el orgullo de nuestra propia construcción cultural, no es más que un saludo a la bandera a la hora de convertirlo en transeúntes por nuestros saberes y sabores. A la hora de vender, las buenas intenciones no bastan. Es más: nada más peligroso que las buenas intenciones sin foco. Sin estructura. Sin planes. Sin técnicas.
Irónicamente , el ceviche o la samba, le produzcan milloones la venta de lo intangible no es intangible.

El primer paso es sentir y creer que uno tiene el con qué, pero una vez que uno sabe que el potencial está allí, toca formarse y establecer estrategias. Vender ante el mundo a la gastronomía de mi país ha sido mi obsesión. Lo ha sido porque poseo la certeza de que aquí confluyeron condiciones que generaron una gran cultura; pero también se que ello no se traducirá en un movimiento o, más concretamente, en divisas, si no nos planteamos una estrategia. 

I
Los descriptores
El encuentro entre fogones y visitantes es un complejo matrimonio de expectativas: aquellas que espera encontrar el viajero, y aquellos aspectos de nuestra cultura por los que uno desea ser conocido. Soy de los andes venezolanos y, aunque jamás uno hace pastelitos de carne en las casas, entiendo perfectamente que quien visita mi ciudad los está esperando; aunque me encantaría que esos visitantes supieran también de la grandeza de nuestro mondongo de res. ¿Se imagina ir a Perú y que en los tres restaurantes que visite no haya ceviche, o ir a España y que no haya jamón? ¡El viaje estaría incompleto! Todo visitante viaja con un imaginario, y la industria de la restauración debe saber cuál es.

He bautizado esos elementos como descriptores primarios, secundarios y terciarios, tal como lo expuse bien en mi escrito “Mi país en un afiche”. Los primarios son aquellos elementos que dan la tierra y el mar y que se asocian inequívocamente con un país: Ají dulce en Venezuela o salmón en Noruega, por ejemplo. Los que van directo a la olla, los del perfume.

Los secundarios son aquellas preparaciones populares que terminan por convertirse en ingredientes de otros platos: morcilla en España o curry en la India. Es la cocina de la comunión entre el saber histórico y el creador. Podrá ser genial la invención de un bombón de morcilla carupanera relleno de queso guayanés, pero es imposible hacerlo sin antes comprarle a un artesano morcilla y queso.

Los terciarios son aquellas recetas que definen a una cultura: Carne a la brasa en Argentina o arroz salteado en China, por ejemplo. Saber, enseñar y reconocer cuál es el recetario tiene implicaciones desde festivales típicos hasta la exportación de nuestra manera de ser.

Es fundamental que cada país (o región) acuerde cuales son estos elementos y haga literalmente un afiche que todos los entes (restaurantes, hoteles, etc.) conozcan, para que tengan claro que se espera de ellos.


II
Las DOC
DOC significa Denominación de Origen Controlada y lograrlo para un ingrediente o un producto es una búsqueda que implica trabajo arduo, pero que paga y se da el vuelto. Explicarlo es relativamente sencillo: se trata de aquellos ingredientes o preparaciones que sólo se dan perfectos en una zona específica, y por lo tanto merecen ser registrados legalmente para evitar imitaciones fraudulentas.

Lograr algo así pasa por un cuerpo de leyes internacional complejo que logre establecer los elementos que son patrimonio de la humanidad, así como los que son patrimonio de una región. No puede pretenderse que los venezolanos patentemos la palabra cacao y le prohibamos el uso del nombre al resto del mundo; pero perfectamente podemos defender el nombre cacao Chuao, porque sabemos que sólo en la zona de Chuao se da un cacao considerado excepcional en el mundo.

Las implicaciones de una DOC son enormes, tanto por prestigio como económicas. Casi todos los países poseen alguna (vinagre balsámico de Módena en Italia, Tequila en México, Jamón Ibérico en España, Ron venezolano, etc.) y tenerlas implica que, aunque la imitación sea impecable, fuera de las zonas de denominación nadie puede usar esos nombres, so pena de costosas demandas legales. Para que se entienda el poder emocional de una DOC, en el artículo “El tequeño podría dejar de ser venezolano” especulé sobre lo que pasaría si un día nos prohibieran escribir y usar la palabra tequeño.
Establecer una DOC va mucho más allá de las ganas y el orgullo. Hay que demostrar que se trata de un elemento único en el mundo y, tal como lo escribí en “Mi perfume” sobre el ají dulce, esa diferenciación se da por el largo equilibrio construido sobre el clima, la cultura y la sapiencia del hombre. El cacao Chuao no es único sólo porque corrimos con la suerte de que la providencia soltara la semilla en el clima ideal; lo es porque en esa zona se ha desarrollado a lo largo de varios cientos de años una manera particular de tratarlo que, además, solo es posible dada la estructura matriarcal imperante.

Lo más complejo de una DOC es ponerse de acuerdo. Implica que en el país en donde hay una, ningún productor puede hacerlo de forma distinta. Si un día decidimos que nuestro tequeño se hace con una masa específica, todo aquel que lo haga distinto tendrá que vender su producto bajo otro nombre.

Las DOC son el elemento más rentable detrás del turismo gastronómico, pero para obtenerlas es necesario entender tierra, hombre, y saberes; para que luego un gran conglomerado de academia, oficiantes, industriales y legisladores, se pongan de acuerdo.

III
Calendario de festivales
Hacer festivales gastronómicos es una de las medidas más efectivas, y de resultados en el corto plazo, cuando se ha decidido convertir a la gastronomía en cohesionador de un ideario cultural. Los festivales unen mucho a la comunidad, premian a sus exponentes destacados, generan rutas turísticas, permiten planificar calendarios, actúan como mejoradores de las tradiciones al hacer de la competencia un incentivo, convocan a mucha población y, sobre todo, terminan por convertirse en garantes de que el recetario popular no se pierda, y por lo tanto son (junto a la documentación) el vehículo natural para indexar patrimonio. En el plano local, es notable el caso de Margarita Gastronómica, tal como narré en mi artículo “Sobre lágrimas y flores”, que muestra a una isla en donde la fiesta de calle pareciera no acabar.

Pero hacer festivales de cocina es literalmente una ciencia social que debe hacerse de la mano de aquellos que se han formado para entender y trabajar con las personas como recurso, es la única forma de lograr lo más importante de todo festival: continuidad y rutina. Gestores culturales, productores, gremios, comunidades, gobierno, sociólogos… ¡Todos de la mano!, porque el éxito de un festival está en que se haga todos los años en el mismo momento. Eventos masivos de canto, cine, baile, cocina, entre tantos en el ámbito cultural, han logrado su prestigio gracias a comités de producción que trabajan con años de anterioridad los que están por venir.

Tres son los tipos de festivales que se deben planificar, respetar e incentivar: aquellos de carácter popular, que casi siempre giran alrededor de una receta particular o de un ingrediente en una época específica del año. Aquellos en donde el concurso es el eje central del evento, y aquellos en los que el gremio de oficiantes actúa en conjunto. En el primer caso hablamos de concursos dados por la estacionalidad (por ejemplo el festival de la sardina) y de la receta que ha dado prestigio (por ejemplo el festival de la empanada); en el segundo caso hablamos de festivales en donde un jurado o el público premia a los mejores exponentes (el concurso de la tortilla de papa, del Pan de año o del joven cocinero regional); y en el tercer caso nos referimos a aquellos congresos, expos y festivales en donde el gremio de cocineros toma las riendas de la gerencia cultural.

IV
Nombre y apellido
No hay promoción cultural sin nombre y apellido. De saberes, de profesionales y de academia. La cultura la hace la gente. La hacen los garantes, los artistas, los oficiantes, los investigadores. Así como, tomando la palabra del mundo del vino, describí la necesidad de establecer tres bloques de descriptores gastronómicos, también es necesario conocer y reconocer a aquellas personas que hacen contribuciones y hacer una lista. Como estrategia va mucho más allá del respeto y del ego. Sin héroes no hay proceso. Sin referencias no hay proceso. Sin historia no hay proceso. Todo movimiento cultural se sustenta en el nombre y apellido de gente. Hablar de tango es hablar de compositores, hablar de galerones es hablar de cantantes, y hablar de cocina es, igualmente, hablar de gente. Toda comunidad debe aprender a aplaudir y homenajear. Es un ejercicio bonito de humildad colectiva y de certeza.

Son tres las listas de nombres que hay que levantar, y ninguna más importante que la otra. Una es la de los garantes de saberes y sabores. Aquí entran las personas que toda la vida han hecho (o hicieron en vida) muy bien un plato (o un producto) en un local, y convocan multitudes. Desde la empanadera que tiene treinta años en una plaza, hasta el inmigrante que popularizó un ahumado. Desde el señor famoso porque cada mañana se levantó a hacer un mondongo, hasta el que todos los años ganó el concurso de guiso de chivo.

Otro grupo de nombres es aquel de quienes han hecho de la cocina su profesión desde los patrones de la innovación y la revisión. Los Chefs. Los cocineros. Los que trabajan la Alta Cocina. Son los cerrajeros. porque su fama abre muchas puertas desde su condición de embajadores. Son aquellos nombres que se aprenden los chicos de las escuelas de cocina. Los que crean movimientos culturales. Los ideólogos del oficio.

Finalmente está el grupo de quienes han hecho de la investigación y la documentación su obsesión. Antropólogos, sociólogos, historiadores, periodistas, escritores, investigadores, cronistas. Aquellos que hacen que un país sea reconocido en todo el mundo desde las vitrinas de las librerías y desde el salón de las academias.

Ya hace varios años escribí el artículo “Embajadores vinotinto” que muestra claramente que nombre y apellido en cocina es una forma de tener embajadores culturales, y son muchos los perfiles de cocineros de alta cocina (“Los tiempos de Héctor Romero”, por ejemplo) y populares (“El cuajao de Isabel”, por ejemplo) que he escrito, tras la búsqueda de una crónica que aplauda a nuestros mejores exponentes.

V
El patrimonio intangible es una marca
Cuando se habla de patrimonio inmaterial o intangible, nos referimos a aquellos aspectos de un país que hablan del acto creador. El paso de entender que lo patrimonial no es únicamente los bienes canjeables de riqueza (oro, agua, petróleo), la tierra (espacio territorial a vender o alquilar), los activos de infraestructura (puentes, edificios), y bienes culturales de valor comercial (obras de arte, monumentos, antigüedades); sino que el patrimonio de una nación también está en sus ideas, ritos y oralidad, es quizás uno de los pasos más trascendentales que ha dado el hombre. Para que se entienda mejor, por primera vez un libro no solo vale por su rareza sino por las ideas que contiene.

Creer en el patrimonio inmaterial (y la cultura gastronómica lo es) como concepto que le genere riquezas a un país cambió por completo la escena de mercadeo de las naciones. Hoy prácticamente todas las naciones poseen un logotipo, un eslogan y una serie de valores asociados. El viejo estilo de mercadeo en donde paisajes y monumentos eran la punta de lanza, le da paso a uno más impalpable: algunas naciones desean verse como espacios de amor, otras de meditación, otras de alegría, otras de pujanza. Y la única forma de vender valores es desde los ritos y la cultura.

No hay que tener miedo en pensar en un país como un activo que deba mercadearse desde una marca como si fuera un producto. Irónicamente la aparición del concepto de lo inmaterial en algo tan capitalista como es vender un producto, ha sido el principal muro contra ese lado perverso de la globalización que es la anulación de las fronteras culturales ¡Si deseas vender a tu país desde su cultura, debes inventariar y defender esa cultura!

Podría parecer que generar una marca-nación con eslogan y logotipo, debería ser el último paso una vez resueltos todos los aspectos precedentes ya comentados, y futuros por comentar en este escrito. Pero al igual que para cualquier aventura comercial, ayuda mucho a enfocar desde el principio las líneas de investigación y de acción si se define lo más rápido una marca, con misiones y visiones adosadas. En el fondo detrás de una marca siempre estará adosada una forma de ver la vida y el lenguaje que nos define.

Puede resultar grosero pensar que una nación no se diferencia de un par de zapatos deportivos a la hora de salir a venderla, pero si entendemos que hoy en día un zapato no se mercadea por duradero (lo tangible), sino por el estilo de vida que le confiere al usuario (lo intangible), puede resultar menos descabellado pensar que detrás de la promoción de valores culturales, los publicistas, diseñadores y creativos tienen mucho que aportar.

Tengo un escrito que titulé “Burocracia versus marca-país” que aunque enfocado a detectar aquellos aspectos que han frenado una marca-país para Venezuela con la gastronomía como eje vector, resume lo hasta aquí expuesto; y en “Margarita: la construcción de una marca”, narré el caso bastante importante que se ha venido dando en esa dirección, en esta isla que habito.

VI
Sustentabilidad
Pocas cosas más peligrosas que las personas con poder que tienen buenas intenciones, pero que carecen de las herramientas técnicas y el conocimiento para llevarlas a cabo. No solo hacen que se pierdan oportunidades históricas, sino que quienes vienen después deben dedicarse a reconstruir. Particularmente cuando se trata de promoción gastronómica, existe una responsabilidad permanente con la sustentabilidad tanto ecológica, como histórica. Naturaleza, economías locales y estructuras sociales, conviven siempre en medio del más frágil de los equilibrios, y se necesita muy poco para destruir el entramado que a lo largo de décadas logra erigir una comunidad.

Hemos visto las inmensas ganancias, tanto emocionales como económicas, que puede conferirle a un país la construcción de una marca-país alrededor de la gastronomía como intangible cultural, pero esa ganancia trae adosada igualmente una enorme responsabilidad. El concepto de un mundo verde, orgánico y justo, gana espacios en los que muchas veces impera más el camino del eslogan de mercadeo atractivo (como bien expuse en mi escrito “Verde, orgánico, justo”), que una angustia real hacia esos conceptos; de allí que es fundamental que quienes estamos haciendo gerencia cultural nos formemos, nos asesoremos y entendamos las consecuencias de nuestros actos.

Estamos en un momento en que la cocina emociona y entretiene, lograrlo muchas veces tiene que ver con ser original. Distanciarse, especialmente en alta cocina, depende de poseer y “descubrir” ingredientes nuevos; pero nuestro poder de promoción es muy grande y con rapidez pasmosa podemos poner de moda a ingredientes y comunidades, sin detenernos a pensar en las consecuencias de ese estrellato súbito.

Ha llegado el momento en que los cocineros, y en general todos los involucrados en restauración, nos hagamos cuatro preguntas básicas que muchos en otros oficios se han hecho: ¿Con lo que hago empobrezco la tierra? ¿Con lo que hago empobrezco a las personas? ¿Con lo que hago empobrezco el entramado cultural de otros? Y ¿Con lo que hago empobrezco la salud de la gente?


VII
Estacionalidad
Dos temas muy importantes hemos visto hasta este punto a la hora de construir las bases para la promoción gastronómica: festivales y sustentabilidad. Para lograrlo, entender la estacionalidad como uno de los grandes aliados es fundamental; pero surgen tres preguntas pertinentes ¿Cómo hablar de estaciones en países que no las poseen? ¿Qué hacer con esta Venezuela de trópico barroco que se bambolea entre azul de cielo y lluvia torrencial? ¿Estamos de verdad dispuestos a respetar las estaciones gastronómicas?

El primer paso es hacerle entender a todos los involucrados en el proceso, que en gastronomía la estacionalidad no tiene nada que ver con las cuatro climáticas clásicas, sino que es un concepto que se refiere al aprovechamiento de aquellos ingredientes que hacen aparición por un tiempo limitado. Todos, de una forma u otra, hablamos y entendemos la globalización. Todos la criticamos cuando se trata de procesos culturales, pero rara vez estamos dispuestos a sacrificar la comodidad de tenerlo todo, todo el año, en todos los supermercados. Solemos hablar de cocina de mercado, de movimientos como kilómetro cero (ver mi artículo “kilómetro Quinta Crespo”), de respetar el entorno; pero ¿estamos realmente dispuestos a no tener tomate o cebolla durante varios meses, para respetar los tiempos naturales de crecimiento de ambos? No, no estamos. Y justamente esa presión es la que ha llevado al monocultivo y a olvidarnos que hasta hace apenas unas décadas la gastronomía era, desde hace milenios, un equilibrio entre estacionalidad y fogón.

Los festivales populares de cocina suelen ser estacionales. Un festival del Pan de año (Artocarpus altilis) se hace en época del fruto, y un festival de la Sapoara (pescado del río Orinoco en el Estado Bolívar, Venezuela) es en Agosto porque en ese momento crece el río y ellas vienen a desovar; pero basta que quienes hacen gerencia cultural olviden esos procesos, y pongan de moda un producto, para que nos encontremos con festivales en meses más rentables para el turismo o con una presión de consumo que supere la demanda.

La estacionalidad no es sólo biológica. Puede darse por vedas legales (parciales o temporales) que buscan protección, y puede ser también producto de la recomendación de científicos sociales que levanten alarmas. Un buen ejemplo del segundo caso es la alarma ante la moda de la Quinoa (Chenopodium quinoa) debido a que las poblaciones indígenas que históricamente la sembraron (en Bolivia y Perú principalmente) están sustituyendo todo sembradío por monocultivos de Quinoa, generando una nueva pequeña clase social de millonarios (que antes eran vecinos) paseando en grandes camionetas, y muchos hambrientos que ahora tienen que importar desde otras poblaciones el alimento, porque ya nadie lo siembra en el entorno. Semejante distorsión es consecuencia directa de la buena intención de cocineros amantes del legado precolombino y de comerciantes que creen en lo orgánico y el comercio justo.

Antes de iniciar una moda, es fundamental hacer un catálogo estacional del país. Este trópico “sin estaciones” es en realidad un barroco de biodiversidad (tal como escribí en mi artículo “Niños recogiendo mangos”) en donde cada mes es la estación de algún producto. Un libro en donde los que estamos en la industria de la restauración podamos saber mes a mes con que productos contamos y, sobre todo, cuales no deberíamos tocar.

De hecho, conocer con meses previos aquello con lo que contaremos es el sueño de todo cocinero, porque le permite predecir y planificar festivales de cocina y menús de degustación de temporada. ¿No es temporada de cazón (Galeorhinus Galeus)? ¡Mejor, en ese periodo las empanadas son de otro sabroso pescado y cuando si hay tiburón, pues se celebra con vítores su temporada!

VIII
Documentación
Documentar lo que vemos, lo que pensamos, lo que hacemos, lo que haremos. Documentar sin parar. No hay forma de que una cocina sea reconocida internacionalmente si no entendemos eso. Nuestra cocina tiene que estar en vidrieras de librerías, en blogs, en fotos, en redes sociales, mostrada en documentales y en videos de pocos segundos.

Documentar implica que otros en otros lugares pueden replicar un recetario. Documentar puede sacar del anonimato a un plato casi extinto, tal como sucedió con nuestra polvorosa de pollo gracias a Armando Scannone, documentar es preservar la memoria y homenajear. Documentar es también subir la vara de la calidad porque crea referencias para otros. Documentar tu cultura implica colocar el nombre de tu país en un buscador de internet y sentir orgullo.

Quien no documenta, pudiendo hacerlo, incurre en egoísmo porque obliga a otros a pensar en aquello que ya fue pensado; por el contrario, quien documenta coloca ladrillos para que a partir de ellos las generaciones futuras sigan edificando.

Queremos leer pero no estamos enseñando a escribir. El tiempo de la oralidad cultural pasó y hoy en día de nada sirve una cultura gastronómica sin recetario y sin investigación; y de nada sirve una receta si por mal escrita es irrealizable.

Es fundamental que quienes hacen formación gastronómica enseñen a documentar. Ámbitos gastronómicos profesionales como crítica, periodismo, cocina o fotografía, poseen una forma muy específica de lenguaje, y si esa narrativa no es encarada con metodología, no solo deja de lograrse una trasmisión pragmática del conocimiento, sino que un crítico deja de incentivar cambios necesarios, el periodismo no pasa de la primera capa superficial de la reseña social, el cocinero no logra que sus recetas sean replicables y el fotógrafo muestra platos tristes y poco provocativos que poco honor le hacen a una estética nacional.

Finalmente un aspecto en extremo necesario: establecer una disciplina documental, usando como base los principios que hemos ido enumerando en este escrito, permitirá la construcción de un concepto de país partiendo primero del ejercicio de la regiones.

Las regiones pueden ser de carácter geográfico porque la biodiversidad unifica criterios (la cocina del sur), pueden ser de carácter cultural (la cocina llanera) o pueden ser de carácter estadal (la cocina de Lara), pero es imposible hablar de la cocina de un país si primero no se documenta su cocina regional. Unificar criterios desde el lenguaje y la bandera, como veremos más adelante, pasa por este proceso. No podemos hablar de cocina nacional (y por lo tanto de marca-país) sin antes definir aquellos aspectos en los que estamos de acuerdo desde la diversidad.

Tenemos mucho tiempo encarando el lenguaje gastronómico desde planos afectivos y es hora de hacerlo con una mirada más técnica. Es hora de que los cocineros hagamos muchos libros de recetas porque estos son reservorio de nuestra memoria gustativa, dejan documentada nuestra oralidad y son parte de nuestro pasaporte. Tal como escribí alguna vez en “La rebelión poética de los que suben a la red”:  No debemos sentir vergüenza por nuestra forma de escribir, porque no hay palabra mas torpe que la no escrita.

IX
Lenguaje
Pocas cosas más liberadoras que el lenguaje cuando expresa nuestra forma de ver la vida y al mismo tiempo pocas cosas más colonizadoras. No es casual que todo invasor lo primero que trata de sustituir es el idioma, y no es casual el afán de los autócratas por sustituir nomenclatura y nombres por unos nuevos. Pero cuando me refiero a lenguaje no solo lo hago desde el plano semántico, desde la palabra, sino también refiriéndome a la forma con la que asumimos los ritos, las costumbres, el asco, la estética de nuestros utensilios y hasta las reglas de nuestros concursos de cocina. En un viejo artículo que titulé “Manifiesto Venezuela” escribía: “Entendemos la necesidad de la palabra como herramienta de comunicación entre pares, pero comenzamos apilar palabras hermosas como sofrito, tostadito, hervor suave y no nos da vergüenza explicar que a veces las cosas deben endurecerse hasta tener el punto de un majarete” ¡Esa es la clave!, entender que existe un lenguaje técnico que también puede escribirse desde nuestra manera de ver el mundo.

A los alumnos en las escuelas de cocina se les explica que los caldos bases se aromatizan con un atado que tiene laurel, tomillo, perejil y parte verde de puerro; y también se les explica que el nombre técnico de ese atado es bouquet garni. Está muy bien que sepan decirlo en francés, porque será la forma de comunicarse con otros cocineros en cualquier parte del mundo, lo que no está nada bien es que piensen que todo caldo se aromatiza con esa combinación que equivale a la infancia de los niños franceses, y que nadie les explique que en Venezuela eso se llama compuesto y que el nuestro lleva cilantro, cebollín y yerbabuena.

Toda forma de expresión es un lenguaje. Que nos parezca válido comer con nuestro tenedor comida del otro, lleva a inventar platos para compartir. Que entendamos que el pabellón es democrático porque cada comensal lo come distinto (unos revuelven todo, otros comen cada cosa por separado, otros revuelven primero arroz y caraotas), nos lleva a entender que no nos gusta que nos indiquen como comer, y de allí el fracaso del pabellón en capas. Que escribamos nuestras reglas de concurso, hará que ollas de barro y cucharas de madera, hoy prohibidas, regresen a donde jamás debieron haber salido.

Entender que hay que redefinir nuestro discurso es, tal como escribí en “Del discurso y su método”, no solo explicar nuestra gastronomía desde sus orígenes sino también desde el entendimiento de su evolución gracias a la sapiencia y al hedonismo del colectivo.

Ha llegado el momento de decir que un fumet de poisson es un sancochito aguado sin ají dulce, bien sabroso que hacen los franceses.

X
Bandera gastronómica
El logotipo comestible del mercadeo gastronómico es lo que se llama bandera gastronómica, y es un ejercicio muy bonito decidir colectivamente cual habrá de ser. Todas las regiones desearían que uno de sus platos emblemáticos pase a ser esa bandera, pero no todo plato posee las características necesarias.

El primer paso es decidir cuales platos han traspasado el ámbito regional para convertirse en platos nacionales. Por ejemplo el pabellón criollo y la hallaca lo son, pero no basta con que un plato sea de todo un país para que pueda ser bandera gastronómica, ya que debe tratarse de un plato que también se replicable con facilidad (que se pueda estandarizar) y que siempre quede igual, debe tener elementos que se puedan importar desde el país de origen (envasados con código de barras), debe permitir emprendimientos gastronómicos fuera de sus propias fronteras (casi siempre se trata de platos de cocina rápida), y debe tener sabores aceptados universalmente o al menos de amplio espectro. Lograr todo eso al mismo tiempo no es nada fácil.

Si se ve con detenimiento, platos como el ceviche peruano, el taco mexicano, el arroz chino, la hamburguesa norteamericana, la salchicha alemana, la pizza italiana; reúnen todas las condiciones descritas. Un plato bandera no necesariamente es el mejor plato de un país ni el más complejo, es sencillamente aquel que permite exportar una forma cultural.

En el caso de Venezuela la arepa es claramente esa bandera y en mi escrito “Días de arepa” soñé lo que podría significar esa arepa para un venezolano desde su niñez hasta que emigra con ella debajo del brazo.

Para servir arepas hay que primero aprender a cocinar (¡y mucho!) porque hacer una arepa rellena de asado negro, de carne mechada o de pisillo de cazón, implica entender bien las técnicas y la sazón venezolanas. Después hay que entender nuestro lenguaje desde sus entrañas más urbanas, hasta decir, para nombrarlas, pelúa, sifrina, dominó o reina pepiada.

De allí que lo más interesante que tiene la arepa como bandera gastronómica es que en el fondo es un caballo de Troya que lleva en sus entrañas buena parte de la cultura de nuestro país.

391 ME VAN A PERDONAR, PERO ESTO YA ES DE LOCOS

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Ponga en remojo, cubriendo completamente con agua por 24 horas, medio kilo de cualquier grano que desee cocinar, de esos que uno compra en cualquier supermercado. Pasadas 24 horas elimine el agua y cubra las hinchadas semillas con un papel absorbente humedecido en un lugar fresco y aireado; y dependiendo de la semilla, entre 24 horas y cuatro día después, de cada semilla comenzará a brotar un germen poderoso cargado de proteínas. Cada semilla de esas podrá ser una planta en el futuro, o podrá ser un puchero nutritivo si decide cocinarlas.

¿De donde han sacado esas semilla la energía para que brote, de la nada, vida? ¿Cómo es posible semejante prodigio si esas semillas no están tomando nutrientes de la tierra?

La semilla no es más que un gran depósito de alimento para que, llegado el momento, el dormido germen que reposa en su interior tenga alimentos para crecer. Y es cuando el germen ha consumido todo ese alimento, ya con un par de hojitas que predicen futuro, que llega el momento de trasplantar la planta para que un ser vivo, la tierra, la siga acunando hasta que sea una adulta dispuesta a seguir con el ciclo de la vida.

Una cosa es germinar y otra muy distinta lograr que una semilla germinada crezca hasta ser madre de otras semillas, y pase a ser nuestro alimento: ¿En qué época del año hacerlo? ¿A que distancia una planta de otra? ¿Qué otras plantas deben estar cerca para nutrir la tierra y combatir plagas? ¿Cuánta humedad necesita esa planta para ser vigorosa y no secarse o pudrirse? ¿Cuándo deben recogerse las nuevas semillas? ¿Cómo decidir cuántas y cuáles de las nueva semillas deben guardarse para siembra, y cuántas para comer? ¿Cómo guardar las semillas para que meses o años después todavía sean tanto fértiles como alimenticias?

Las respuestas a estas preguntas, así como todas las surgidas en el proceso de aprender a criar para alimento razas animales, le tomó a la humanidad 10.000 años contestarlas. Pasar de ser nómadas recolectores y cazadores en el neolítico, a ser humanos sedentarios que domesticaron la semilla (agricultura significa crianza del campo, si nos vamos a sus raíces lingüísticas) fue el salto que nos hizo humanos. Domesticar ese gran depósito de energía que es una semilla no germinada nos dio la posibilidad de dejar de tener que vagar constantemente, y tener por primera vez tiempo para pensar y crear. Un logro y saber inmensos que fuimos pasando de generación a generación, mediante esos garantes de conocimiento que son los campesinos.

Y estamos tan desquiciados que en apenas cien años hemos destruido (literalmente) el 75% de esos 10.000 años que nos definen. Jamás en nuestra historia la humanidad estuvo tan al borde del abismo y tan en manos de tan pocos avariciosos.

II
Un informe(en inglés) de la FAO (Organismo de las Naciones Unidas para el manejo de alimentos) sobre el estatus de la agrodiversidad en la tierra es lapidario, a la hora de analizar en números hasta que punto la humanidad está al borde del abismo: En los últimos 100 años 75% de toda diversidad genética de plantas que había en la tierra desapareció, junto a 50% de las razas criadas para alimento. De paso, los 17 espacios de pesca que hay en la tierra están siendo explotados por encima de su capacidad de sustentabilidad. Más grave aun, cuando se habla de 75% de desaparición de plantas, se hace referencia a aquellas comestibles y no comestibles… de las aproximadamente 300.000 plantas comestibles que el hombre aprendió a domesticar, 90% desaparecieron en 100 años y apenas contamos con unas treinta mil.

Sigamos con estas estadísticas del hambre. Aunque tenemos treinta mil especies vegetales comestibles luchando por no desaparecer, hoy el hombre solo está sembrando 200 para alimento y 60% de las calorías y proteínas de plantas que consume la humanidad, provienen de 3 (¡Si, sólo tres!) plantas: arroz, maíz y trigo.

El informe al que hago mención es de hace 16 años (1999) y desde entonces no se ha hecho nada para revertir esta estupidez colectiva, todo lo contrario. Se estimaque cada 24 horas se están extinguiendo 200 especies de la tierra (desde algas hasta ballenas), y este número no proviene de los escritos paranoicos de un ecologista apocalíptico, sino desde el mismo corazón del programa para el ambiente de la naciones unidas, UNEP por sus siglas en inglés. Ya está claro que este ritmo de desaparición llegó al punto en el que la tierra ya no es capaz de autoregenerarse, tal como puede leerse en el informe The living planet report, uno de los reportes más aterradores que me ha tocado leer de lo que es esta página triste de la humanidad signada por la avaricia.

Estamos tan desquiciados que vemos como una gracia que en Noruega, muy cerca del polo norte, tengamos bajo tierra una bóveda del fin del mundo en donde se han guardado las semillas de casi un millón de plantas  (comestibles y no), preparándonos para la catástrofe global. Diez mil años de trabajo paciente del hombre agricultor, literalmente enterrados y congelados.

Hace cien años habían 7500 variedades de manzana y hoy China y USA (que suman el 56% de la producción mundial) solo están sembrando 18 variedades. Eso no significa necesariamente que las otras 7482 desaparecieron (siempre hay uno que otro agricultor testarudo que insiste en preservar la vida), pero indica lo que sucederá: si una planta deja de sembrarse, dejan de recolectarse sus semillas y termina por desaparecer.

Igual ha pasado con el tomate, la cebolla, el maíz o cualquier planta que sea negocio vender…. Esas son las dos palabras claves detrás de esta masacre: vender y negocio.

III
Con el falso argumento de que sembrar grandes extensiones de un solo cultivo rendidor (forma de siembra conocida como monocultivo) es la única forma de poder alimentar a una humanidad que decidió procrearse exponencialmente (en 1700 la población de humanos de todo el planeta era de apenas 600 millones) en los últimos tres siglos, la tierra se la cogieron unas pocas corporaciones que decidieron sembrar solo aquellas plantas que dieran más dinero. Es decir: o aquellas que producen más kilos por hectárea en un año, o aquellas por las que el mercado está dispuesto a pagar más.

Es tal nuestro apego a formas de monocultivo, que literalmente nos han puesto a hablar en genérico. Ya no sabemos el nombre de las diferentes papas, maíces o tomates; y nos limitamos a decir simplemente la papa, el maíz, el tomate.

Ya es un estado de fragilidad inaudito que la humanidad esté dependiendo de apenas un puñado de alimentos que  a su vez dependen de dosis masivas de agroquímicos para no desaparecer también, pero el problema es más grave aun. Como bien nota la Organización Mundial de la Salud (OMS por sus siglas en inglés) en un pequeño escrito sobre diversidad biológica, 60% de la población mundial depende de la medicina tradicional (es decir la del reino vegetal) para estar sana. Cada planta extinta es una posible medicina que nunca llegaremos a descubrir o una conocida con la que ya no contaremos.

En 100 años perdimos 75% de nuestra libertad de elección, buena parte de nuestra cultura y conocimiento, el equilibrio de dieta que define nuestra salud, y a nivel de seguridad alimentaria somos más vulnerables que nunca.


O comenzamos a preguntarles a los campesinos, y no a las corporaciones, como y que es lo que se debería sembrar, o nos comemos el planeta. Me van a perdonar, no puede ser que estemos tan locos.

392 ¿Y SI EL CACAO DE VENEZUELA DEJA DE SER EL MEJOR DEL MUNDO?

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Los alumnos de una escuela de cocina que dirijo tienen que presentar una prueba final, a modo de tesis, en donde recrean el concepto completo de un restaurante. Desde el logotipo hasta el estilo de servicio. Desde el precio del menú hasta el manual que describe como hacer los platos. En una ocasión, un grupo decidió homenajear al Perú, y ya finalizando lo que había sido una propuesta excepcional con invitados peruanos, le ofrecieron al jurado un poco de pisco, el gran destilado de uva emblema del país. La botella en cuestión tenía la forma de uno de los monolitos Moái de la isla de Pascua.

Un pisco chileno en un examen de cocina peruana era como colocar dinamita encendida en un polvorín y la discusión no se hizo esperar. La anécdota, que no llegó a mayores gracias a un jurado benigno, es el mejor resumen de una agria pelea que tiene enfrentados en tribunales a peruanos y chilenos. Ambos países desean que se reconozca la bebida como de origen histórico propio. Ambos países tienen ciudades con ese nombre. Ambos países han convertido a cocteles con pisco en verdaderos emblemas nacionales. Ambos países saben que el primero que logre proteger internacionalmente el nombre pisco como una denominación, obligará al otro a llamar a su bebida destilado de uvas en el mejor de los caso, restándole un negocio millonario.

Ceviche peruano, tequeño venezolano, curry de la India, hummus libanés… o habría que escribir: ceviche ¿peruano?, tequeño ¿venezolano?, curry ¿de la India?, hummus ¿libanés?

La duda es válida si entendemos que el ceviche es un plato muy importante en la cocina ecuatoriana, en Perú existe una masa rellena (parecida a los dim sum chinos) llamada tequeño, quien desea aprender a cocinar tailandés acopia la palabra curry como parte de un nuevo vocabulario culinario, y a un sirio no habría manera de convencerlo que el hummus no es un invento de su país.
Existen miles de platos que les pertenecen afectivamente a más de una nación. Tanto derecho tiene un ecuatoriano como un peruano de considerar al ceviche como propio. Tanto derecho tiene un venezolano como un peruano de sentir al tequeño como propio. En esos casos gana quien aprenda a decirlo con más frecuencia.

Ha sido tan coordinada y eficiente la política de estado del Perú a la hora de promocionar el ceviche como bandera gastronómica que ya hoy en día todo el mundo lo asocia únicamente a ese país, y ya no tendría mucho sentido que el Ecuador se empecine en posicionarlo a nivel internacional como plato emblema. Tan simple como que quien vocifera más fuerte, gana la batalla de la autoría.
Si hay un aspecto en donde el estado debe asumir como política la promoción de sus valores, es este. Pongo un ejemplo:

Soy venezolano. Nos han amamantado diciéndonos, con objetiva razón, que poseemos el mejor cacao de la tierra. No conozco un venezolano que no lo afirme con orgullo: tenemos el mejor cacao del mundo. Todo chocolate en el mundo hecho con cacao Chuao lo dice en la etiqueta como prueba de calidad, y ese nombre permite venderlo más caro.

A 1750 kilómetros en línea recta desde nuestra capital, Caracas, se encuentra Quito, capital del Ecuador. He visitado anualmente a Ecuador en la última década y he podido ser testigo de la evolución de la agresiva campaña oficial en el país hermano para convencer a su población de que son garantes del mejor cacao del mundo. Afiches en los mercados, comentarios de entes públicos, festivales, catas, regalos oficiales ¡todo un batallón al servicio de la campaña que a la vuelta de diez años logró su cometido de convencimiento colectivo! Una vez en un congreso en Guayaquil dije que los venezolanos teníamos el mejor cacao del mundo y fui pitado jocosamente por el público ecuatoriano asistente. Así de convencidas están las nuevas generaciones.

Los venezolanos tenemos un gran cacao, pero nos hemos dormido en los laureles y hemos dejado de decirlo y decírnoslo. Si en un caso así, el estado venezolano deja que le ganen la carrera de la opinión pública, las pérdidas monetarias serían inmensas y el daño cultural inconmensurable.

Cuando uno sabe que tiene un producto o receta excepcional, uno que es parte de lo que nos define como nación, uno que es parte del fardo de nuestras jactancias, uno que nos daría un dolor enorme perder; toca no olvidarlo. Celebrar y vociferar es una forma de marcar territorio. Una forma de derecho de autor.


393 Un Papa hippie anda suelto en el Vaticano

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Un Papa hippie anda suelto en el vaticano; por Sumito Estévez 640
Esta semana que culmina resultó ser trascendental para quienes tienen cincuenta años afónicos gritándole al mundo que, por el camino en que va, a la humanidad le queda poco. Muy poco.
Locos, hippies, rojitos que no creen en el progreso, verdecitos que sólo quieren comer flores y fumar marihuana, fanáticos del Apocalipsis, paranoicos barnizados de teorías de conspiración, cavernícolas negados al progreso, chapuceros que creen en pseudociencia, insensibles que prefieren a las ballenas que a los hombres… de todo eso y bastante más han sido tildados quienes afirman que como humanidad estamos desbocados y camino hacia el final.
En dos platos: para los grupos ambientalistas ha sido una pesadilla ser escuchados, porque se trata de una pelea contra el dinero y su poder.
Cada vez que alguien advierte que la comida chatarra es un acto de avaricia planificado y pensado, sale un artículo bien financiado afirmando que el libre albedrío es humano y que cada quien decide la cantidad que debe comer. Nadie nombra la palabra adicciónpublicidad para niños o subsidio desde gobiernos para que la comida chatarra sea la única que puedan comprar los pobres.
Cada vez que un grupo ambientalista sin dinero y un par de computadoras advierte que al paso que vamos esto se acaba pronto, sale un pre-candidato (Jeb Bush, por ejemplo, quien de ganar sería tercera generación de la misma familia petrolera en comandar la nación más poderosa del planeta) con un poder económico descomunal diciendo irónicamente y muy sonriente, y cito textualmente, “No me dejaré dictar la política económica por mis obispos, mis cardenales o mi Papa. Es una arrogancia sostener que con relación a los cambios climáticos exista una ciencia exacta”.
La pobreza, salud y el ambiente son mis obsesiones. En aras de ser coherentes con ese discurso, mi esposa y yo hemos tomado decisiones complejas a la luz de la dinámica actual en el mundo. Y créanme que para el entorno cercano somos “los amigos hippies”. Así ve el mundo a quienes andan salvando semillitas y protestando contra los monocultivos, máximos representantes de la avaricia depredadora en la que caímos (pueden leer al respecto enManifiesto ecológico y Esto es ya de locos, publicados en este mismo portal). El grueso de lo que escribo tiene que ver con estos tres temas. He escrito en mi blog 392 artículos y probablemente un tercio se refieren a estos tres de temas que me obsesionan. Y desde que este portal de Prodavinci me regaló el sueño largamente sobado de poder ser uno de sus columnistas, de los 22 artículos que he publicado, 12 se refieren directamente a ello.
Y por esta obsesión que tengo es que afirmo que las noticias que han arrojado las redes esta última semana son la tormenta perfecta en contra de aquellos que niegan el desastre. Parece que finalmente nos explota en la cara una verdad dura: nos queda poco tiempo para revertir esto y lo bueno es que no lo está diciendo cualquier loquito como yo. Lo que continua, más que un escrito, es una sucesión de sugerencias de lectura de esas noticias a las que hago referencia, culminando con la impresionante Encíclica Papal de la que ya hizo referencia en Prodavinci Rafael Rojas. Lamentablemente muchas de estas referencias que daré están en inglés por ser muy recientes.
 Capítulo 1: pierde la comida chatarra
La avaricia sólo retrocede cuando la obligan… o cuando le duele en el bolsillo. En el caso de la gran industria de la alimentación eso se traduce en leyes que obliguen a controlarse o en ventas bajas. El primer caso, el de la coerción, ha probado no servir. Es cierto que en países se prohíbe la publicidad de comida chatarra para niños, que prohíben el uso de algunos colorantes, que piden que se indique en las etiquetas la cantidad de azúcar, etcétera. Pero ante el ilimitado poder económico de la industria de la comida eso no ha servido para nada. Creo que todo el mundo, a estas alturas, ya sabe el veneno que es una gaseosa o un jugo concentrado lleno de azúcar, e igual estamos ante la primera generación, en la historia de la humanidad, de niños que se acuestan sin haber probado agua en todo el día. El segundo caso, el de las ventas bajas, como era de esperarse, fue el que vino a torcerle el brazo a una industria que había dejado de pensar en la salud.
Reseña la revista Fortune en su artículo The war on big food que las grandes compañías empacadoras de comida (léase “comida chatarra”) perdieron, sólo el año pasado, 4 mil millones de dólares simplemente porque al consumidor comienza a erizársele la piel con sólo intuir que están presentes las palabras color artificialpesticidapreservantesalmíbar de fructuosa de maízhormona de crecimientoantibióticos organismo modificado genéticamente.
Mucho han trabajado esas compañías para que esas palabras se vean como normales, inocuas, parte del progreso y de su buena intención para hacer más feliz al mundo. La consecuencia no se ha hecho esperar: Pizza Hut y Taco Bell van a eliminar todo lo artificial en sus propuestas. Nutella tiene un serio problema de imagen ahora que se sabe que cambiaron la fórmula original por ese veneno para la tierra que es el aceite de palma. General Mills también anunció que quita los colorantes artificiales de sus cereales para niños. La compañía de comida chatarra McDonald´s viene en franca caída de ventas. mientras cadenas de comida rápida de hamburguesas orgánicas como Shake Shack acaban de debutar en la bolsa de valores con un éxito que nadie esperaba.
Sumado a esto, la FDA (el organismo que regula el uso de alimentos en Estados Unidos) finalmente prohibió el uso de grasas trans. Y digo finalmente porque desde hace mucho tiempo la Organización Mundial de la Salud las tiene listadas nada menos que en la sección desustancias tóxicas y la FAO como de riesgo a la salud.
Luego de tantos años en esta pelea, permítanme ser escéptico: estos cambios no se están dando porque de repente en las empresas se volvieron buenos y comenzaron a preocuparse por la salud de nuestra población, sino porque en un directorio se dieron cuenta de que había menos plata para repartir.
Y todo por culpa de los hippies esos a quienes ahora les dio por lo orgánico y lo sano. ¡Qué semana ésta!
Capítulo 2: gana la tierra
Los grandes poderes detrás de la producción de los clorofluorocarbonos (usados para hacer cuanto aerosol y refrigerante hay) y de fungicidas para el suelo (como el bromuro de metilo) negaron el hueco en la capa de ozono hasta que ya era obvio que nos íbamos a chamuscar. Bastante largas fueron las negociaciones para reducir paulatinamente el uso de estos químicos (que aún se usan) y no había manera de convencer a los grandes poderes económicos de que un muerto por cáncer en la piel no tiene cómo comprarles sus productos.
Ocho años de negociaciones sin parar: de 1997 a 2005. Ese fue el tiempo que tomó elProtocolo de Kioto para rogarle de rodillas a la naciones que se comprometieran a reducir la contaminación industrial, porque el cambio climático producto del Efecto Invernadero por emisión de dióxido de carbono nos está llevando a la extinción: al día de hoy, Estados Unidos es el consumidor del 25% de la energía fósil de todo el planeta y se niega a firmar. Todavía ellobby de la industria petrolera gasta millones en financiar estudios que nieguen el calentamiento. ¡Irán a venderle su petróleo a los extraterrestres, porque humanos no habrán!
Un estudio que apareció esta semana afirma que “la sociedad llegará a un colapso en el 2040 debido a una carestía catastrófica de alimento”. Es decir: cuando mi hijo tenga 5 años menos de los que hoy tengo yo. Hasta aquí ese dato podría verse como otra noticia apocalíptica de ésas que siempre los hippies se empecinan en creer. Verlo como otra prueba más de la teoría de la catástrofe matlthusiana. Pero este estudio vino del Instituto Global de Sustentabilidad… y fue bastante reseñado por la prensa.
Para rematar, un servicio de noticias tan prestigiosos como BBC nos regala esta noticia: “La tierra entra en una nueva fase de extinción”. Y citan estudios de las universidades de Stanford, Princeton y Berkeley; universidades que no se van a arriesgar a decir una gracia así sin tener los números en la mano. Hasta National Geographic se pregunta si la humanidad sobrevivirá.
Aunque asusta que le digan a uno  que la cosa está fea, en realidad es una gran noticia porque (aunque con poco tiempo para reaccionar) no es irreversible y porque algunas de las acciones que se están tomando son inéditas. Por ejemplo: esta semana la justicia holandesa le ordenó al gobierno (Sí: allá es al revés que acá y no es el gobierno el que le ordena a la justicia) que redujera en 25% los factores que contribuyen al efecto invernadero y le fijó como límite 5 años.
Que unos jueces consideren a sus connacionales arte y parte de lo que afecta al resto del mundo es realmente cismático.
Y para coronar esta semana maravillosa, apareció el Papa Francisco y lanzó al mundo su Encíclica, que es el documento más trascendental que se espera de un Papa. La tituló Laudato Si .
Todo en esa encíclica es increíble y se fundamente en el Cántico de las criaturas que escribió San Francisco de Asís iniciando el siglo XIII, aquél donde llamó hermana a la Tierra. La encíclica de 192 páginas —¡de lo más hermoso que he leído en mucho tiempo!— puededescargarse y en ella el Papa Francisco dice:
“Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra”
Para continuar el Papa escribe también que “Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad”.
Finalizo este escrito citando nuevamente el Laudato Si del Papa Francisco porque sí, gracias a Dios hay un Papa hippie suelto en el Vaticano:
“Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio”.

394 Las manos de Onías

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sumito 2
I
A mediados de año las lomas del páramo en Mucuchíes se pintan de un amarillo testarudo. Es lo que los campesinos llaman nabo, aunque de nabo no tiene nada. Se trata de un tipo de mostaza con hojas y semillas comestibles que ya nadie siembra. Parece un campo de trigo coronado con unas flores pequeñas de color amarillo intenso. Es como si gritara su resistencia ante la andanada de semillas y agroquímicos importados por doquier que envenenan milímetro a milímetro la tierra andina. Esparciéndose sin permiso motea de amarillo en medio de sembradíos de papa, de ajo, de brócoli.
Antiguamente los campesinos tostaban la minúscula semilla negra que da el nabo del páramo y la molían con cebolla, sal y, a veces, con algo de comino. Este polvo se llama saní y se usaba casi exclusimente para comer con papas hervidas. Antiguamente (¡siempre antiguamente!) las hojas se salteaban como cualquier acelga y con ese guiso se rellenaban pasteles hechos con harina de trigo integral. Hoy nadie recuerda para qué sirve la hoja y se pueden contar quienes siguen haciendo saní. Pero allí está esa alfombra amarilla, esa maleza pictórica que se cuela entre robustas y envenenadas papas nacidas de unas semillas que los campesinos deben comprar porque los hicieron olvidar que alguna vez fueron garantes de sus propias semillas. Allí están esas flores amarillas cantando, con su vaivén hermanado con el viento que las cepilla y les recuerda que alguna vez en esos helados páramos había trigo para hacerles compañía y unas papas moradas como nazarenos que ahora los científicos llaman con el pedante adjetivo de nativas, a la vez que las guardan como un tesoro derrotado por esa masacre que son los monocultivos.
A lo largo de los 60 kilómetros que separan a la ciudad de Mérida del Páramo de Angostura, en las paredes de algunas casas se ve pintada la publicidad del herbicida Roundup, de la compañía Monsanto. La velocidad máxima a la que se puede ir en esas montañas es de 40 kilómetros por hora, así que da tiempo de sobra para ver los colores verdes del famoso veneno desmalezador. Es una ironía horrible que yo esté camino a entrevistar a Onías Rivera y que ése sea el letrero que me reciba.
II
— Ellos creen que estoy loco…
Me lo dice Onías Rivera mientras camina entre sus tres hectáreas sembradas, mientras señala con disimulo hacia unos agricultores que, treinta metros cerro arriba, están en la labor de sembrar su tierra. Lo dice sin rabia, sin melancolía…
— Ellos creen que estoy loco —me repite.
Ante la geométrica perfección de los sembradíos vecinos, las tres hectáreas de Onías parecen la anarquía. Un desorden, parches de colores que parecen un cubrecama hecho de retazos. Eso es lo que parecen las tres hectáreas de Onías cuando se les compara con las sábanas monocromáticas de sus vecinos. Arriba, tres hectáreas de brócoli verde pulido, dignas de un jardín de palacio, son las  vecinas de estas tres hectáreas, dignas de una exhibición de bodega mal arreglada.
— Dicen que estoy loco porque no echo desmalezador químico para matar la yerba mala y sembrar luego. Lo dicen porque parte de la siembra la destino para semilla en vez de comprarlas. Mire…
Onías levanta un montículo de maleza: con sus manos escarba la tierra y a unos diez centímetros se ven un par de semillas de haba con un germen naciente que no llega al centímetro. Es casi una contradicción el contraste entre el gesto absolutamente amoroso, maternal, de Onías mientras ve a las semillas y sus manos ennegrecidas de campesino. La tapa con mucho cuidado y sigue hablando. Me impresiona que haya sabido exactamente en dónde escarbar para conseguir esa pequeña incubadora de vida.
— Esas habas crecerán por encima de esa maleza y se enredarán en el maíz que les puse a un lado. No veo por qué matar a esa maleza. Ella también quiere vivir.
Cama, cuna, casa futura: respeto por la vida. Todo eso parece resumir Onías con su gesto.
mail.google.com
Seguimos caminando y Onías arranca lo que consigue en su entorno inmediato. Una hoja grande de mostaza por acá, otra de habas por allá, una de yerbabuena, flores de borraja y una hoja ácida que llamó cizaña. Las enrolla todas, como en un tabaco, y va masticando. A partir de ese momento, mientras caminaba a su lado, todo el tiempo que duró la entrevista Onías estuvo masticando hojas. Arrancaba una y comía. Arrancaba otra y comía.
— A mí me gusta comer hojas…
— ¿Eres vegetariano? —le pregunto. Se sonríe burlón y me deja con la duda.
Seguimos caminando y me muestra unas flores. Son papas. Hunde las manos en la tierra y saca un manojo enredado con cinco papas. Amarillas, grandes… de semilla importada.
— ¿Sabe cuántas rondas de veneno le han echado a las papas del terreno de arriba? ¡Veintiuna! —contesta él mismo— ¿Y sabe cuántas veces le puse veneno a éstas? ¡Ni una sola vez! —vuelve a contestarse.
—¿Cómo logras no ponerle veneno?
Le hago esa pregunta en un ejercicio retórico, porque estoy allí justamente para eso: manejé hora y media por la montaña para testimoniar la magia de Onías.
— No les pongo veneno porque aquí todas las plantas se protegen entre sí. Son como una familia. Así vi sembrar a mi abuelo en estas mismas tierras y viví los tiempos de mi padre cuando los isleños —ésas fueron las palabras que usó— empezaron a vender semillas y veneno. Y entonces aquí más nadie volvió a guardar sus propias semillas ni a comer de su tierra. Fíjese: aquí hay gente que tiene un pequeño patio con siembra sin veneno para la casa, ¡porque lo que siembran para vender no se lo comen ni ellos mismos!
Onías lo dice y siento escalofríos ante un retrato tan brutal de lo que somos y, sobre todo, de lo que hemos dejado de ser. Alcachofa, tomillo, cebollín, maíz, yerbabuena, habas, trigo, mostaza, papas importadas, papas andinas… no recuerdo todo lo que había en ese terreno, sólo sé que eran muchas cosas.
III
Onías no se parece a eso que los citadinos creen que son los campesinos. No se parece porque al parecer los de la ciudad necesitamos que los campesinos parezcan pobres. Cuando me di cuenta de que pensé eso por un momento —pensar eso: “no se parece a los campesinos”— me dio una vergüenza tremenda. Debe tener unos cuarenta años y tiene tres hijas y tres hijos. Con cinco de ellos y su esposa siembra la tierra. “La más pequeña sólo tiene tres años, pero ya me acompaña a ordeñar”, me dice. Tiene una tierra que da más que suficiente para que coman los ocho y para bajar una vez a la semana a vender al Mercado de Mérida. No sabe qué venderá: cada semana la tierra es la que le informa qué es lo que está listo.
sumito 3
Me invita a su casa. Su esposa y las hijas han hecho almuerzo: papas “nativas” con saní, pasteles de trigo criollo rellenos de hojas mostaza salteada, ensalada de cuanta hoja y flor pueda imaginar con un poco de miel que ellos mismos producen, queso y mantequilla hechos por ellos, infusiones de otras tantas hojas más. Me da una envidia tremenda descubrir que hay gente que es autosuficiente. La casa es bastante modesta para los estándares citadinos, pero luteranamente funcional. Es un sitio que parece huirle a los sobrantes. Hace bastante frío y puedo intuir que las noches allí deben ser duras para alguien como yo, pero al mismo tiempo se respira una armonía que hace pensar que vivir allí es posible. Durante un par de minutos acaricio la fantasía.
Nos sentamos a la mesa. Alrededor, parados, dos de sus tres hijas, dos de sus tres hijos y la esposa con la pequeña en brazos. Lo entrevisto durante tres cuartos de hora y lo veo cómodo. Se nota que es mucho lo que quiere decir y no quiere perder tiempo.
La lucha de Onías es por la salud de su familia, por amor a la tierra, por amor al prójimo, porque le consta que se puede hacer dinero sin envenenar a nadie, porque sabe que su abuelo tenía razón.
Onías es un testarudo. Un irreductible.
Apago la grabadora y, como si fuese algo casual, me comenta:
— Mi hijo y yo estuvimos hace dos años en Nepal…
Lo dice mientras señala al muchacho de unos 15 años que nos acompañó mientras caminábamos el sembradío y sabe el golpe de efecto que ha tenido su comentario. Sabe que me lo ha dicho ya con la grabadora apagada y eso lo divierte. Mis ojos abiertos con asombro a más no poder deben delatarme. Me cuenta que el escalador Marcus Tobía tiene una fundación llamada Niños en la Cumbre que ha llevado niños de Venezuela al Tibet y traído niños de allá a Venezuela. Me cuenta cómo una vez, caminando por estas montañas, lo conoció y así comenzó una cadena de eventos que lo llevaron a Nepal.
— ¡¿Tienes fotos?!
Mi pregunta, honestamente, ya no forma parte de la entrevista. Siempre he soñado con conocer Nepal y Tíbet y saber que estoy al lado de alguien que ya caminó esas montañas me saca de mi rol.
Su hija mayor regresa de un cuarto con una laptop. Nos ponemos a ver fotos. Deben haberlas visto cientos de veces y aun así es obvia la reverencia de toda la familia mientras las van pasando. Hablan poco. No es una de esas ocasiones en las que el anfitrión cuenta los detalles del momento en que se tomó cada foto. Apenas contestan si yo hago una pregunta.
En una foto se ve claramente a unos campesinos tibetanos con papas a un lado. Onías se detiene en la foto y nos cuenta que allá las entierran varios metros bajo la tierra helada para conservarlas.
— Papá, ¿allá también les echan veneno? —pregunta una de las hijas.
Y a mí me entran unas ganas tremendas de llorar. Son de verdad. Quiero pellizcarme para tener la certeza de que son de verdad.

Sábado 20 de Septiembre. ¡Inicia el Sabatino de ICTC!

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El CICLO SABATINO del Instituto Culinario y Turístico del Caribe consta de 12 sábados consecutivos de clases prácticas, el próximo ciclo iniciará el sábado 20 de Septiembre de 2014 y culminará el sábado 06 de Diciembre de 2014. Para este curso no se necesita entrevista ni asistir a la charla.
El horario es de 08:00am a 12:00m.
Inscripción: BsF. 4.500 (Incluye uniforme y manuales).
Mensualidades: Tres (3) cuotas consecutivas de BsF. 4.200, que se pagan en septiembre, octubre y noviembre.
Si estás interesado por favor escribir a ictcmargarita@gmail.com para enviarte los datos bancarios de formalización de tu inscripción, enviando tus datos completos.

CURSO SABATINO
CONTENIDO SEMANAL
SEMANA I
VEGETALES
SEMANA II
FONDOS  Y CALDOS DE VEGETALES AVES I
SEMANA III
CARNES I
SEMANA IV
AVES II
SEMANA V
GRANOS
SEMANA VI
PASTAS Y ARROCES
SEMANA VII
ENSALADA Y VINAGRETAS
SEMANA VIII
PESCADOS
SEMANA IX
CARNES II
SEMANA X
PESCADOS II Y MARISCOS
SEMANA XI
AVES II
SEMANA XII
DULCERIA Y/O PANADERIA

¡Aprender el idioma italiano (y cocina) en mi escuela de cocina de Margarita!

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El Vice Consulado de Italia en Porlamar El Instituto Culinario y Turístico del Caribe los invitan al PROGRAMA DE ITALIANO GASTRONÓMICO

SI ESTÁS INTERESADO EN ÉSTE CURSO DEBES ESCRIBIR A:



Programa de Italiano Gastronómico 

Duración: 1 año- 48 clases
Costo: 4500 Bs por modulo 

Contenido Programático

Modulo 1- Introducción al idioma

-        Pronunciación del italiano.
-        Pronombres personales.

-        Verbos principales (Essere, avere, fare, etc) y verbos relacionados a la cocina (por ej. Cucinare, preparare, tagliare, servire, etc.) en tiempo presente, presente continuo, pasado, futuro, condicional, imperativo compuesto con partículas pronominales).

-        Singular y plural.

-        Artículos y preposiciones.

-        Adjetivos posesivos y demostrativos.

-        Adverbios de lugar, tiempo y cantidad.

-        Números y unidades de medición 

Modulo 2- Alimentos y bebidas

-        Vocabulario relativo a productos como verduras, frutas, carnes, panadería, quesos, pescados y mariscos.

-        Vocabulario relativo a bebidas (ej. Café, jugos, licores, etc.)

-        Adjetivos para describir texturas, sensaciones, aromas, colores y sabores de la comida.

-        Expresar gustos y preferencias culinarias.

Modulo 3- Cocina italiana


-        Vocabulario relativo a platos típicos y regiones


-        Vocabulario relativo a utensilios y métodos de cocción.


-        Proceso de elaboración de productos (por ej.  Pasta, vino)


-        Recetas


Modulo 4- Conversacional 

-        Practicas de platos típicos 

-        Tesis

-        Exposición 

SI ESTÁS INTERESADO EN ÉSTE CURSO DEBES ESCRIBIR A:

¡UN MES DE EVENTOS GASTRONÓMICOS EN MARGARITA!

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¡Comienza la gran fiesta de lo que es el principal y más grande evento gastronómico de Venezuela! Comienza MARGARITA GASTRONÓMICA

HACIENDO CLICK SOBRE LAS IMAGENES PUEDEN VERSE LOS DETTALES DEL PROGRAMA PARA CADA UNO DE LOS TREINTA DÍAS DEL EVENTO.







395 Hombres de sal

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Hombres de sal; por Sumito Estévez 640

I

Lexema es como le dicen los lingüistas a la unidad mínima que tiene significado. Hay palabras que no son compuestas, que no tienen unidades analizables por separado. Palabras comonievemar o sal son lexemas.
Cuando uno sabe poco de algo, sobre todo porque ese algo no nos arropa cotidinamente, solemos apelar a una sola palabra para nombrarlo. Por ejemplo: los hombres que vivimos frente al mar tropical a la nieve le decimos nieve porque nieve es. Pero un finlandés a la nieve no le dice nieve porque en su país existen setenta palabras para nombrar la nieve. Y cuando digo setenta palabras no me refiero a que tienen una palaba para nieve y a esa palabra le agregan algunas partículas sonoras. No. Se trata de setenta palabras totalmente distintas. En finlandéslumin es nieve, pero tuisku nombra a la nieve cuando cae con viento, mientars que hyhmä es la nieve cuando flota sobre el agua y iljanne cuando está sobre el hielo.
Para un margariteño todos eso se resume a nieve. A lo sumo, será nieve con viento, nieve flotando o nieve sobre una capa de hielo, pero siempre nieve. Y ese mismo finladés se referiría a un gunagunare y a una tijereta como “pájaros de mar” por igual, porque pájaros de mar son, ¿no?

II

Saber sobre algo es vivirlo. Y vivirlo implica aprender a entender las sutilezas.
Los cocineros al tomate le decimos tomate, hasta que un día comenzamos a decir cherry, margariteño, cagón, perita…
Para mí, andino y montañés como soy, mero es mero. Todavía mero no es guasa, tosía, cuna, güarei, cherna, paracamo o fraile. Pero gracias a los años que he vivido en una isla ya puedo reconocer la diferencia física entre un par de ellos, aunque si me los ponen en filetes cocidos, uno al lado del otro en una cata a ciegas, sería imposible que yo supiera cuál es cuál.

III

Uno comienza a pertenecer cuando aprende a nombrar de varias formas, de la misma manera en que la esposa deja de ser el nombre que pusimos en la agenda el día que la conocimos y pasa a ser apodo como símbolo de complicidad, nombre y apellido dicho juntos en las bravuras y un sinfín de inflexiones zalameras en la voz que en sí mismas son un nuevo idioma.
Y en la Isla de Margarita, cuando se cocina, la sal no es sal.
Sé que comienzo a pertenecer a esta isla que elegí como mi casa porque para mí un pescado salado tampoco es pescado salado y ya.

IV

Un pescado puede ser oreao. Cuando se orea el pescado, se pone en una cantidad de agua que tenga tanta sal como sal puede tener la mar. Y después de un tiempo se saca del agua y se pone al sol. Los mejores pescados para orear son los grasos como el carite, las sardinas o la popular anchova margariteña, que nada tiene que ver con la popular anchoa de las pizzas.
Si uno pone unos fileticos de sardina en agua bien salada, los escurre media hora después y los pone otra media hora en una bandeja bajo el sol abrasante del mediodía, quedan fabulosas. Y así mismo se pueden comer. Pero si además usted las pone en un frasco con aceite, orégano y rueditas de ají dulce, se toca la gloria.
Cada tipo de pescado pide tiempos distintos en el agua y bajo el sol. Y entender eso pasa obligatoriamente por comer antes mucho oreao.

V

Un pescado puede ser salpreso. El nombre bien lo dice: preso en la sal. En este caso el filete se cubre por completo con sal durante un tiempo corto. Después se lava y se pone bajo el sol otro tiempo corto.
Los pescados como el carite o el tajalí quedan bastante bien así. Y normalmente se cocinan a la plancha o se hace sopa con ellos, pero hay quienes fríen el pescado salpreso.
Es impresionante la textura y la sutileza de la sal en un pescado salpreso: la carne transparenta un poco y adquiere una firmeza casi viva. Por eso los mejores pescados para hacer salpresos son aquellos que se desmenuzan en fibras, razón por la cual los margariteños hacen así el cazón y la raya.
Hay que haber comido un pisillo onotado de raya salpresa para entender que después de ese plato cualquier otro pisillo no es más que un remedo menor.

VI

Un pescado puede ser seco. Se abre en dos con el espinazo revelado en el medio. A esta técnica, surgida de la pericia con el cuchillo de los hombres de mar, se le dice escalar. Escalado el pescado, se cubre bastante tiempo con sal. Luego se le sacude el exceso y se guinda al sol tanto tiempo como sea necesario para que se seque.
A diferencia de casos como el bacalao de Europa, en esta isla los pescados para salar no suelen ser de filetes gruesos. Olerlos y ver los gradientes que van desde el blanco salino hasta los amarillos tostados es suficiente para salivar. Imaginar las anchas hebras del pescado desalado antecede al placer.
Uno podría pensar que el pescado seco es simplemente una técnica de conservación, para proteger del deterioro a los sobrantes del inventario de la pesca fresca, pero resulta que no es así. El pescado también se seca porque así se consigue otro rango de sabor a disfrutar, uno totalmente distinto al oreao y al salpreso. De hecho: lo que en Margarita se llama “sancocho cruzao” no es lo mismo que en tierra firme (un sancocho de gallina y costilla de res). Para los pescadores, un sancocho cruzao es uno en donde hay pescado fresco y pescado salado. Incluso, son capaces de llegar a la sutileza máxima en el dominio de la sal cuando hacen un cruzao de oreao frito con pescado salado. Todo un portento técnico: ¡el famoso sancocho de pescado frito!

VII

Para lo hombres de mar, la sal está en todos lados y tiene muchos nombres. Y a veces tiene el nombre de la comisura de los labios de esa mujer a la que se le roba un beso.

¡DICTO EN DICIEMBRE UN CURSO DE PARRILLA DE PESCADO!

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Curso de Parrilla de Pescado
El Pescado, sus salsas y de ñapa… ¡Ensalada de Vegetales a la grilla!


GRUPO 1: Jueves 10 y viernes 11 (Diciembre, 2015)

GRUPO 2: Jueves 17 y Viernes 18 (Diciembre, 2015)

PROFESORES: Sumito Estévez, Krusbery Valerio y Edgar Márquez.

HORARIO:De 02:00 pm a 06:00 pm cada uno de los dos días.

COSTO: BsF 11.000 (El curso dura dos días, 8 horas en total)

INCLUYE:Recetas, gorro-delantal, certificado… ¡y sentarnos juntos a la mesa el viernes a comer lo aprendido!

LUGAR: Calle Lárez con Calle El Dique, escuela de cocina ICTC. La Asunción, Isla de Margarita. Tel. 0295-2420680.

INSCRIPCIÓN: Mediante pago del total. Información a través de ictcmargarita@gmail.com

CUPO: Cupo limitado sólo a 15 personas.

NOTA: Planificar salir un poco más tarde el viernes ya que nos sentaremos a comer juntos.

En el Instituto Culinario y Turístico del Caribe siempre estamos pensando en disfrutar los sabores de Margarita con ustedes, por eso para el mes de diciembre les tenemos preparado el extraordinario taller Del mar  a la parrilla.

En dos días les enseñaremos distintas técnicas culinarias como blanqueado, marinado, oreao y a la parrilla. Los participantes de este  taller prepararán,  por ejemplo,  un delicioso pescado y pulpo en barbacoa, pescado relleno y envuelto en hoja de plátano o unos mejillones con pico de gallo.

Además entre todos haremos salsas y hasta una ensalada de vegetales grillados. Estamos seguros de que disfrutaremos nuestras brasas, con venezolanos que adoran compartir y comer  en Navidad.


Los Elementos del Taller serán los siguientes:

1.     Pulpo Blanqueado, Marinado y a la Parrilla.
2.     Pescado entero relleno de vegetales, marinado, y envuelto en hoja de plátano a la Parrilla.
3.     Churrasco de pescado BBQ a la Parrilla.
4.     Pescado Oreado a la Parrilla.
5.     Mejillones con pico de gallo a la Parrilla.
6.     Guasacaca de mango verde.
7.     Salsa de ajíes ahumados.
8.     BBQ de Coco y tamarindo.

Día 1
      Hervir el pulpo,  luego se marinara con un salsa de Ajíes deshidratados por 12 horas.
      Se limpiara un pescado entero, marinara la carne con aceite, orégano silvestre del cerro de pata siete, se rellena  con vegetales, mariscos y se dejará envuelto en hoja de plátano hasta el siguiente día.
      Realizará toda la Salsa BBQ de coco y tamarindo.
      Orear los churrascos de pescado para el día siguiente.

Día 2
      Preparar la Guasacaca de Mago Verde.
      Preparar la Salsa Ahumada de Ajíes.
      Cocinar todos los Vegetales.
      Cocinar todos los pescados. Aprendizaje de todo lo necesario a la hora de las brasas.

      Almorzar en un gran mesón al final de la jornada con una rica y refrescante sangría con frutas.

396 EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

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El imperio de los sentidos; por Sumito Estévez 640
Cuando llega la hora del discurso gastronómico entendido como uno de los pilares de la construcción de nuestra identidad, las abuelas cobran un protagonismo absoluto.
La identidad está ligada a la tradición. Los ritos no se construyen de la noche a la mañana, de allí que sea lógico el nervio que exhibe la gente cuando es sometida a la angustiante posibilidad de algo moderno en la cocina. Vanagloriarse con las innovaciones gastronómicas para muchos es como si matáramos el legado de esas abuelas que pacientemente pasaron un testigo cultural con la esperanza de que no fuese mancillado. Y eso se instala en la psique colectiva como una visión de la cocina cargada de un romanticismo que a veces puede ser hasta empalagoso y caricaturesco: los cocineros son regordetes, bonachones y tienen bigote; los dueños de los restaurantes van cada mañana al mercado; un chef se suicida si un cliente importante no queda satisfecho o lo mata si le puso kétchup a la pasta. E incluso más allá: los cocineros vistos como sacerdotes que, mediante códigos secretos trasmitidos oralmente, dominan una alquimia centenaria que preservan en humeantes pucheros de barro.
Todas son escenas muy bonitas como para venir a atravesar en medio de ellas un horno microondas.
Pero la cocina no es un oficio inmutable ni puede estar negada a nuevas influencias en un acto de terco conservadurismo. No es un conjunto profesional impermeable a los cambios tecnológicos y nunca lo ha sido. No lo fue cuando a mediados del siglo XIX le pusieron termostato a los hornos ni cien años después cuando irrumpieron las licuadoras y los procesadores de alimentos en la vida cotidiana.
Por donde uno mire en nuestras cocinas hay alguna conquista de la tecnología que nuestros abuelos ni siquiera soñaban. Hasta la omnipresente y anónima nevera es tan reciente en nuestras vidas que el poeta Aquiles Nazoa inicia su poema “Lo que abunda” contando cómo “La señora Paquita de la Masa,/ ricacha de esta era,/ se compró hace algún tiempo una nevera/ y la instaló en la sala de su casa, en donde se la ve todo el que pasa”.
¡La nevera había que exhibirla por rara!
Es cierto que los cambios tecnológicos fueron muy pocos a lo largo de muchos años. Una vez afianzadas las tecnologías del barro y el hierro por la humanidad, todas las técnicas de cocción quedaron asentadas y los utensilios variaron muy poco. Técnicamente hablando, la cocina de alguien del siglo XVIII no era muy diferente a la de alguien del siglo V antes de Cristo: barro, hierro, cobre, madera y carbón.
La irrupción de la electricidad, del gas y más recientemente del plástico removió cimientos que se creían inamovibles. Y todavía hay quien no se acostumbra.
De repente resultó válido experimentar con nuevos aparatos para la cocina y cada uno de esos aparatos abrió posibilidades hasta entonces insospechadas, trayendo como consecuencia un nuevo recetario.
Al principio toda innovación tecnológica era utilitaria y su implementación se establecía para aligerar la carga de trabajo. Nuestras madres sabían hacer quesillos y tortas, pero con una licuadora y un termostato que fijara la temperatura en los hornos el trabajo resultó más fácil. Ningún cambio era particularmente agresivo. Una batidora de aspas eléctricas se parecía bastante a la de mano y una nevera no era otra cosa que un cajón frío. Sin histeria. Sin miedo.
Los nervios arrancaron con la olla se presión. Desde que el hombre entendió las leyes de la termodinámica sabía que a altas presiones era posible lograr una cocción húmeda muy por encima de los 100º C, ésa que permite que el agua hierva. Pero de allí a hacerlo en la tranquilidad hogareña había un paso enorme que no se dio sino hasta la década de los años 40 del siglo pasado. Y el hallazgo pasó a ser de uso masivo ya entrados los setenta.
Ni yo que soy cocinero y que nací cuando ya existían las ollas express he dejado de tenerles miedo.
Pero la verdadera histeria llegó con el horno microondas. La sola explicación que da la web de ellos produce piquiña y nos aleja de la imagen romántica de la cocina: “Un horno de microondas es un electrodoméstico usado en la cocina para calentar alimentos que funciona mediante la generación de ondas electromagnéticas en la frecuencia de las microondas, en torno a los 2,45 GHz”.
Y entonces decirse: “¡En serio así no provoca cocinar un pastel chucho!” o “¡Dios santo! ¡Eso da cáncer y deja estériles a los hombres que paseen sus intimidades frente a la puerta del horno!”. Lo decían y lo dicen muchos. Es tal su infundada mala fama que aún hoy en día, cuando lo recomiendo en mis talleres, invariablemente alguien me aconseja que no lo haga porque es dañino.
En 1947, cuando salió al mercado el primero de los hornos microondas, pesaban 80 kilos y costaban cinco mil dólares. Y fue así hasta la década de los ochenta, cuando se volvió masivo. Entonces se gestó una revolución silenciosa en la cocina: por primera vez en milenios un aparato habría nuevas posibilidades técnicas y su uso producía un nuevo recetario. Ya no se trataba solamente de aligerar la carga de trabajo con cosas como descongelar más rápido, recalentar sin ensuciar ollas, nuevas formas de comer, nuevos horarios y recetas inéditas, todo impuesto por ese aparato.
Se abría la caja de pandora.
En este momento existen un montón de aparatos y formas de cocción que ya son usuales y hasta norma en los restaurantes. Incluso están a punto de saltar a la cotidianidad de nuestros hogares. Nombres como thermomix, pacojet, sifón, abatidor, silicona, liofilizador o robot coupe son relativamente cotidianos para cualquier cocinero. Y cada uno de esos aparatos está forjando nuevas maneras de hacer las cosas.
Es así como una nueva estética y una nueva semántica se impone.
En todas las épocas hay tecnología y la cocina no puede escapar de eso. Los cocineros también usan celulares y navegan en Internet. Quizás en estos años ha sido todo muy violento. Masivo. Avasallante. En el fondo ni el público ni los cocineros están cómodos.
Nadie puede estarlo si no tiene el tiempo necesario para asentar un cambio.
A mí me encanta la nueva cocina. Me gusta por lúdica, por conceptual y por militante. Pero personalmente resiento el cambio de lenguaje de las nuevas generaciones de cocineros a la hora de explicar sus creaciones. Me hacen falta los sentidos. Me parece que los sentidos han sido los grandes perdedores en una batalla lingüística donde piel, nariz, oído, ojos y lengua no tienen cabida.
Es casi una norma ver a los cocineros vendiendo un buen cochinillo diciendo que es “un cochinillo cocido durante 27 horas en sous vide a 63º C y regenerado al momento del servicio”. En serio: no hay ni una palabra en chiste en esta cita. ¡Y lo explican como si de verdad eso le interesara al cliente! La espectacularidad de una esfera que al morderse explota en un líquido sensual hoy es reducida a palabras como “alginato sódico” o “cloruro cálcico”, dichas orgullosas por un cocinero justo cuando se la sirve a su comensal.
Palabras como crujiente (oído), untuoso (piel), brillante (ojos), agridulce (lengua) o aromático (nariz) han desparecido porque hoy todo se habla en términos de tabla periódica, tiempo, volumen y temperatura.
Que la técnica de sous vide es genial para hacer un cochinillo no se pone en duda. Pero sería más lindo que un cliente emocionado le preguntara “¿Cómo lo lograste?” y entonces ahí apareciera la explicación. No al revés.
En la playa, en mi Margarita amada, me gusta pedir catalana frita con tostones. Y creo que lloraré el día que con los pies en la arena me tenga que comer “Una pesca del día frita en aceite de maní refinado a 194º C durante 19 minutos, acompañado de ruedas de plátano verde de centímetro y medio tratadas con una técnica de doble cocción con gelatinización en aceite a 58º C y dorado en el punto de Maillard a 180º C”.
Y les juro que el texto anterior está estrictamente apegado a la verdad técnica.
Es probable que, cuando decantemos esta estupefacción que nos produce la tecnología y que tiene a la humanidad hablando como en un mal guión de una película futurista, volvamos a recordar el viejo imperio de los sentidos.
Mientras tanto estoy huérfano de voces que me recuerden que la comida suena, huele y brilla.

Un jardinero que hace florecer cultura

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El de la foto es Alberto Ortega. Hace una semana estaba en Caracas porque era uno de los 22 finalistas de 550 a nivel nacional que se presentaron para el concurso IDEAS (el más importante en Venezuela en emprendimiento) y recibió una mención especial que fue premiado con un curso.

Recientemente la editorial El Nacional bautizó El Libro del Pan de Año (de Alberto Ortega e Inés Ruíz) en la jornada de clausura de Margarita Gastronómica (saldrá a la venta el próximo año) y lo que sigue es el prólogo que escribí para el libro... y que explica bastante bien nuestra evolución. Estoy muy orgulloso de ese hermano que la vida me dio.

ALBERTO ORTEGA
En la sede de mi escuela de cocina en la Isla de Margarita, el Instituto Culinario y Turístico del Caribe, es Agosto de 2015 y acaba de iniciarse el cuarto concurso de recetas en el marco del Festival de Pan de Año. Una miembro de los cinco jurados que componen el comité evaluador le pregunta a la participante sobre las características técnicas del alfajor de pan de año relleno de mermelada de ají dulce que acaba de presentar, y ella mira a Alberto Ortega, multipremiado presidente del jurado, y dice que para hacerlo se valió de la harina de pan de año que el señor Alberto vende. Para ese momento se han presentado los primeros tres concursantes ¡Y todos han nombrado a Alberto Ortega!

Hay personas que vienen al mundo para cambiarlo. La mayoría de las veces lo hacen sin saber la enorme influencia que tienen en otros y el legado que dejarán con su andar. Ese es el caso de Alberto… pero mejor empecemos por el inicio de una historia que se inició 6 años antes, cuando Alberto era jardinero.

En el año 2009 nuestra familia decidió mudarse a la Isla de Margarita y compramos una casa en la calle Lárez de La Asunción, al pie del Cerro Copey y rodeados por un verde y tupido terreno que estaba a punto de engullirnos en maleza. Alberto Ortega, nacido en La Asunción, mi vecino, quien había pasado buena parte de su vida fuera de la Isla y tenía poco más de dos años de regreso, se acercó y nos comentó que era bueno con las plantas y que podía ayudarnos con la jardinería de la casa. Así empezó Alberto el camino que a la larga nos uniría de manera insospechada.

Bueno con la jardinería se queda corto, era un dotado. Una casa con un cerro encima que amenazaba con devorarme, pasó a ser una casa con un cerro a su lado que se llenó poco a poco de flores, frutales y una estética campestre no invasiva ni depredadora, como pocas veces he visto. Alberto, por primera vez de las que serían muchas, mejoró nuestra vida.

Es una larga historia, pero mi esposa y yo decidimos asumir una apuesta en extremo arriesgada que terminó por salir bien: mudarnos de esa, nuestra única casa propia, a un lugar de alquiler, y en esa casa comenzar el sueño de una escuela de cocina cuya garantía de longevidad iba a cimentarse en el hecho de que era en nuestra propiedad. Cuando comenzó la construcción, Alberto se quedó como nuestros ojos y ayudó mucho en el proceso de construcción.

La escuela funcionó a medias durante 2011, e iniciando 2012 abrió formalmente sus puertas. Ese mismo año organizábamos el Primer Festival del Pan de Año en nuestra sede, y para entonces ya Alberto era jefe de compras, encargado del funcionamiento de equipos e infraestructura… y gran amigo. Para ese momento todavía no habían aparecido los signos que a la larga convertirían a Alberto en, literalmente, el rey del Pan de Año.

En Venezuela gran parte de los árboles con frutos comestibles (Pomagás, Cotoperí, Guama, Merey, Mango de Jardín y un largo etcétera) se sembraron en patios de casa, y su consumo se basó fundamentalmente en la recolección estacional, más que en siembra masiva para la venta. Son árboles que se están perdiendo a medida que la presión urbanística acaba con patios y jardines. El Pan de Año, emblema del municipio en donde está nuestra escuela de cocina, es uno de ellos. El problema es que, más allá de la necesidad de proteger nuestra biodiversidad, la muerte de un árbol arrastra consigo la muerte de un recetario; y por lo tanto es un mordisco irreparable en la construcción cultural que es piedra fundacional del orgullo de los pueblos representado en sus tradiciones.

El Festival del pan de Año nació por ello: sabíamos que si la gente es premiada por mostrar su recetario tradicional, especialmente el asociado a un fruto estacional, no sólo se siente orgullosa de su esencia cultural, sino que pasa a ser garante de un pasado y tangencialmente protectora de esos árboles. Si un árbol produce satisfacciones, es menos probable que alguien desee arrancarlo de raíz.
En ese primer festival Alberto concursó y para mi no fue sorpresa. En los tres años que teníamos trabajando juntos ya varias veces había sido yo comensal sortario de sus condumios, testigo de una sazón y talento naturales evidentes.

Pero el gran punto de inflexión de nuestra relación se dio en el estacionamiento del aeropuerto de Margarita. Llegaba yo a la isla y Alberto me fue a buscar en mi carro. Cambiamos de puesto y él tomó el puesto del pasajero. Los dos somos bastante habladores, así que siempre me resultaba muy agradable hacer el viaje de unos cuarenta kilómetros entre el aeropuerto y mi escuela de cocina. Ese día, mientras manejaba, me dijo como por casualidad que mientras yo estaba afuera había hecho harina y fécula para espesar, a partir del fruto de Pan de año.

¡Mi emoción era absoluta! Tengo la certeza de que la cocina venezolana comenzará a ser reconocida internacionalmente en la medida en la que sus tradiciones y sabores puedan exportarse en formato no perecedero y con código de barra. Así ha sucedido con todas las cocinas del mundo: uno no exporta caña sino papelón, cacao sino chocolate, leche sino queso telita, yuca sino casabe. Por otro lado, tengo igualmente la certeza de que es a través del mundo no perecedero, que las unidades familiares logran generar riqueza mediante la transferencia de tecnologías que generen emprendimientos gastronómicos, porque una receta comercial es justamente un acto de transformación que lleva, por ejemplo, al perecedero ají dulce al mundo de la no perecedera pasta de ají dulce; como en su momento hicieron los peruanos con su ají amarillo o los tailandeses enlatando su curry ¡Y todas esas posibilidades estaban resumidas en su acto alquímico!

Alberto no es la única persona que ha hecho harina de pan de año en el mundo, pero es de largo quien más ha trabajado el ingrediente en Venezuela, y me consta que sus hallazgos han sido producto de un esfuerzo empírico. Lo ha logrado porque es un experimentador disciplinado y porque piensa distinto. El tratamiento tradicional que se le da al Pan de Año es muy parecido al que se le da a la papa, es decir recetas en donde se hierve, hornea, fríe o asa el fruto. En todos los casos se trata de recetas que, salvo que se congelen, deben consumirse en el corto plazo. Lo increíble es que Alberto ha desarrollado todo un recetario a partir de un ingrediente primario como la harina, que se envasa a temperatura ambiente. Surgen así pastas, arepas, ravioles, galletas, o alfajores como el de la concursante que nombro iniciando este prólogo.

Desde 2012, en estos últimos tres años, el crecimiento de Alberto ha sido vertiginoso. Lo que empezó como un experimento ya es un emprendimiento con marca, logotipo, empacado y venta. Pero sobre todo ha devenido en un verdadero fenómeno cultural que gira a su alrededor.

Hace cuatro días Alberto dejó de trabajar en nuestro grupo para dedicarse totalmente a su proyecto, y en el camino de esa renuncia laboral me dejó convertido en mejor persona y en hermano de vida y de proyectos. En el fondo nunca ha dejado de ser jardinero, sólo que ahora hace florecer cultura.

La Asunción, 04 de Agosto de 2015.

Sumito Estévez

La cena con ingredientes de emprendedores de la Isla de Margarita

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Convertir la gastronomía de un país (o de una región) en referente, pasa por la buena intención de querer lograrlo, pero pasa igualmente por entender que existe una metodología, un camino, unos pasos, que seguir para poder lograrlo.

Ha sido mi obsesión los últimos años: aprender, formarme, para poder celebrar y celebrarnos desde lo que somos como cultura.

Muchas veces he escrito sobre esos caminos metodológicos, y muchas veces he escrito que uno de los aliados principales son los frascos.

¿Como lograron, por ejemplo, las gastronomías de Japón o Italia ser tan populares en todo el mundo? Lo lograron porque se podía exportar gari, wasabi, nori y soya en el primer caso; y tomate enlatado, espaguetis y aceite de oliva en el segundo. Sin esos frascos esas cocinas hoy seguirían siendo desconocidas.

Cuando un emprendedor popular venezolano desarrolla la fórmula para hacer una cesta de pan de año, un paté de raya, un potaje de granos congelado con nuestra sazón, un chorizo, un encurtido de berenjena, huevas de lisa en polvo, mermelada de ají margariteño; yo no veo únicamente emprendimiento, sino que veo frascos, etiquetas, tiendas en aeropuertos, turistas con maletas que llevan nuestra cultura, productos venezolanos en supermercados de otros países, gente de otros países cocinando con nuestra sazón... pero sobre todo veo a Chefs de Venezuela y del mundo cocinando con esas recetas populares.

Es tan genial el chef francés que inventa una salsa con mostaza de Dijon, como el campesino que hizo esa mostaza. Es tan genial el chef español que inventa un bombón de morcilla, como el emprendedor que le vendió esa morcilla. De eso se trata: de entender que cocinar es un acto de comunión en donde uno abre frascos y rasga bolsas. De no ser así, papelón no tendría cabida en una hallaca, casabe no se usaría para empanizar, ketchup y vuelve la vida no serían una pareja inseparable, y el asado negro quedaría desprovisto del aroma de la salsa inglesa.

En Margarita está pasando algo grande. La profusión de emprendimientos gastronómicos es de vértigo, y la seriedad de las propuestas habla de madurez a la hora de encarar cada uno de los casos familiares desde el punto de vista financiero: planes de negocio, etiquetas, permisos, etc.

Mucho tiene que ver la concertación de esfuerzos que se ha hecho desde los talleres para emprendedores de la Universidad Corporativa SIGO que dirige Mauricio Parilli, el entrenamiento financiero para micro empresarios de FUNDEFIR que dirige Salomón Raydán, la organización de ferias populares que dirige Magaly García desde IMTUMAR, el telúrico fenómeno de curadoría de eventos y concursos populares que dirige Fernando Escorcia desde MARGARITA GASTRONÓMICA y, perdonen que lo diga, también mi labor desde ICTC.

Pero vuelvo al inicio de este escrito. Celebrar es un acto metodológico.

El sábado 28 de este mes de Noviembre de 2015, en mi escuela de cocina (ICTC) hice una cena dirigida en donde mis creaciones dependían de los productos que micro empresarios familiares de la isla han desarrollado. Este movimiento que se inició dependerá mucho de que los cocineros de la Isla de Margarita (y posteriormente de Venezuela) le compremos a esos emprendedores y usemos sus productos como parte de nuestras propuestas.


ABREBOCAS
Cesta de pan de año rellena de paté de raya mezclado con sofrito, y crema de ají dulce


Helen Fernández (Paté de raya "La Guarapera") y Alberto Ortega (Cesta de "Pan de Año")



ENTRADA
Potaje de granos de soya con capeletis rellenos de chorizo


Rosa Cabrera y Yeimy Carvallo (Granos "Listo Deli")... no estaba Alexis Real (Embutidos "El Asuntino")



PRINCIPAL
Pasta corta con encurtido de berenjena y polvo de huevas de lisa


Gisela Caraballo (Encurtido de berenjena "Delicias de Chelita) y Freddy Albornoz (Huevas de lisa "Bahía Margarita")


POSTRE

Volcán de bizcocho con salsa de cacao y ají dulce. Manjar con mermelada de ají dulce


Doris Guzmán (Mermelada de ají dulce y de cacao) y Jhony Santaella (Bizcochos)




BEBIDA
"Joropo Sour" (Licor de ají dulce, cocuy pecaya... y otros secretos)



Mariflor Andrade y Sergio Figueroa ("Licor de Ají Margariteño)





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