El valor de las tres palabras con las que titulo este escrito me las enseñó una mujer transgénero. Sí, me las enseñó una mujer que es esa palabra que acepta la Real Academia Española pero que aún el programa Word de mi ordenador asume como error ortográfico y le pone una rayita roja abajo.
Pienso explicar con calma por qué afirmo lo que afirmo, pero lo haré en la tercera parte de este escrito. Primero permítanme inventar dos historias (totalmente hipotéticas) que serán el corazón de la tercera parte. Mejor dicho, narrar una historia que alguna vez escuché y plantear una hipótesis dura en la segunda parte.
I
(La bolsa de dinero)
Un empleado de un banco, al cerrar jornada, descubre una bolsa llena de dinero. Todo cuadra, salvo esa pesada bolsa que sobra. Pasan los días y nadie la reclama, nadie pregunta por ella. Vienen auditorías regulares y nadie echa en falta esa bolsa.
Un día este empleado decide atreverse a plantearle reformas al banco. Total, piensa, si me despiden por atreverme tengo mi bolsa de dinero.
Sus ideas sorprenden a los superiores y lo ascienden. Y así pasan lo años de una persona cada vez más segura de si misma que ha ido escalando hasta construirse una vida muy digna. Una vida de libertad, de respeto y de trabajo. Esa bolsa de dinero la ha dado la fuerza cada vez.
Un día se dice que ya llegó la hora de gastar el dinero de la bolsa. Total, nadie la reclamó en todos esos años.
La abre.
Los billetes eran falsos, pero eso ya no era importante porque lo importante era la fuerza que había ejercido esa bolsa.
Todos hemos tenido nuestro puerto seguro. Nuestra bolsa.
A esa bolsa volveré más tarde.
II
(Nuestra hija prostituta)
Esta segunda historia no es tan linda como la anterior. Al menos, no tan optimista y llena de parábolas que dejen enseñanzas por comparación. Más que una historia, es una hipótesis.
Imaginemos, si es que ya no la tiene, que tiene una hija. Imagine que ella tiene 19 años y que estudia leyes y además es muy buena alumna e hija. Imagine que usted y ella viven en una sociedad distinta. Digamos que más conservadora y claramente más cruel. Una sociedad distópica en donde un tatuaje en una zona visible del cuerpo es lo peor que a usted como padre le pueda suceder.
Su hija llega con el tatuaje. Usted la bota de casa con un severo ¡Así no entra una hija a mi casa! ¡Mientras seas así, para esta casa mi hija ha muerto!
Su hija sale tristísima de esa casa. Esa noche se va a dormir a la casa de una amiga que la acoge. Probablemente otra amiga con tatuaje, o una que ve lo humano y no la piel en las personas.
Lo pragmático se impone y decide buscar trabajo porque hay que vivir. Esa hija es muy inteligente, tiene muchas ganas de contribuir al bien común, es muy buena persona, estudia en la universidad. No debe ser difícil conseguir trabajo. Al principio todo va sobre ruedas. Piensa en lo que ha hecho y lo que podría hacer. Piensa en los dos idiomas y medio que habla. Llena bonitas hojas de vida aprovechando una plantilla gratuita que consiguió en internet en un artículo sobre como prepararse para entrevistas de trabajo. Manda por correo el material a las direcciones indicadas en las ofertas de trabajo, ¡Y le contestan de 5 lugares que están interesados en contratarla!
Su hija tiene unos ahorros. Ya ella sabe que podrá trabajar, así que en paralelo comienza a buscar un apartamento en alquiler. No es lo que ella quisiera, ella quisiera seguir en su casa. Con Papá, con Mamá. Pero la necesidad se impone. Consigue varios apartamentos poco costosos, pequeñitos, alejados. Manda los recaudos y ¡Le dan cita de tres para que los vaya a ver!
Cuando se presenta a cada entrevista de trabajo y cada apartamento, y le ven el tatuaje, la reacción es la misma. Sonrisa amable y un lacónico “lo sentimos ya alguien lo arrendó esta mañana. Lo sentimos, pero recursos humanos ya asignó el puesto de trabajo.
No se decepciona mucho. Sabe que nada se logra al primer intento. Ni siquiera al segundo. Sigue intentado. Necesitará aún muchos más rechazos para tener la certeza de que se trata de un patrón. De que nadie le dará trabajo. De que nadie le alquilará un apartamento.
Le quedan los estudios. Intenta buscar una beca ya que al ser alumna excelente llena los requisitos. No le dan la beca. Hagamos corto el cuento: renuncia a la universidad porque ni tiene para vivir, ni resiste las miradas de burla de profesores y compañeros de clase.
Me va a perdonar la crudeza de lo que diré. La probabilidad de que su hija termine trabajando en la calle es altísima a partir de este momento. No intente culparla porque ella ha hecho exactamente lo que le pide Dios a la vida: que sobreviva porque vivir es lo más preciado.
III
(Mi hija)
Es cierto que el activismo de los padres muchas veces está signado porque viven una situación cercana con sus hijos. Es lo natural. Siempre será más probable que un hijo con síndrome de Down tenga un padre que luche por los derechos de los nacidos con la condición genética (¡Y que luche a diente cuando le dicen enfermo a su hijo!), a que el activista sea un padre de un hijo sin el síndrome.
Este activismo puede haber sido así al comienzo de mi relación con esa Jazmín que un día entró “tatuada” a casa, pero años después le agradezco a Dios porque honestamente siento que Él obró a través de Jazmín para que yo entendiera cuatro palabras que no son cualquier cosa: Libertad, Trabajo, Dignidad y Familia.
Y antes de finalizar con el porqué afirmo lo que afirmo en el párrafo anterior, quiero aclarar algo. Que afirmen que mi hija “se volvió” transgénero porque estuvo viendo televisión o por la influencia de amigas perversas que la convirtieron en sus aquelarres y fiestas, es una verdadera estupidez. Si alguien sabe como fue criada y lo que piensa de la vida mi hija soy yo.
A Jazmín su padre (y mucho menos su madre) no la botó de casa. Como toda niña grande le llegó el momento de querer vivir sola y de buscar trabajo. Viví la enorme impotencia de los rechazos. Trabajo tras trabajo, un no. Y es inevitable que uno se vaya volviendo cínico. Una vez la boca del metro puso un aviso celebrando el día de la visibilidad transgénero y se lo mandamos a Jazmín por chat como padres que quieren mostrar apoyo a su hija. Su comentario fue una enseñanza: Creeré que en el metro respetan los derechos humanos por igual para todos, el día que le den trabajo en el metro a alguien como yo. Mientras tanto es un slogan.
Jazmín no se rindió. Siguió buscando hasta que consiguió un buen trabajo en donde la respetan y la remuneran bien. ¿Saben porqué no se rindió?, pues porque tenía su bolsa llena de dinero. Esa bolsa era la puerta abierta en su casa. Si algo no iba bien, siempre estaba allí la familia.
Su necesidad de trabajar no era por dinero porque yo, su bolsa de dinero, le dejé ver bien claro que en donde comen dos en una mesa, comen cuatro. Su necesidad de trabajar era porque ella es idéntica a mi: un ser humano. Y todo ser humano siente que el trabajo dignifica, te hace libre y te permite ser parte del todo. Es igual para un refugiado, para un asilado, para un inmigrante o para un joven que recién se gradúo en la universidad.
Una vez ya con trabajo comenzó a buscar en donde vivir. Misma historia. Tenía el dinero para los depósitos, tenía cuenta bancaria, tenía comprobante de trabajo y buen salario. Pero al llegar se presentaba una mujer con papeles legales que tienen nombre de hombre.
Y no se rindió. Jazmín tenía su bolsa de dinero en su familia. Y consiguió un apartamento precioso porque obviamente no todo empleador y no todo el que alquila es inhumano.
Así que amigos, amigas, cuando digo que una mujer transgénero me enseñó como es que familia y trabajo son las puertas que le dan libertad y dignidad a las personas, no lo digo eufemísticamente. Me consta. Lo he vivido. Es una certeza.
Yo no pretendo convencer a nadie de nada. De hecho, dentro de mi hay miles de cosas que no entiendo y que probablemente no llegue a entender. Soy hombre, católico, binario y heterosexual; así que estoy clarito de que me es más fácil entender el mundo dividido en dos géneros; pero el que yo sea lo que sea o tenga las expectativas que sean no me exime de la obligación de tener que entender que los derechos humanos son universales y que esos derechos universales transversales no tienen nada que ver con género. Hablo de derecho al trabajo, a caminar en la calle sin agresiones, a la educación, a la felicidad, al ocio, a la vivienda, a la salud, a llevar alimento a la boca, a la identidad, a una pensión luego de trabajar, a heredar o dejar herederos, a no tenerle miedo a un funcionario cuando hay que hacer una diligencia burocrática, a amar, a ejercer la libertad, a la dignidad. Cada vez que pensamos que alguien tiene más derechos que otros, el problema no lo tienen esos otros sino lo tenemos nosotros.
Y la mayoría de estos conceptos humanos universales me los enseñó una mujer. Una mujer transgénero.