I
DE LA EMPATÍA
Comenzó como un resfriado suave. Uno de esos que hacen que tengas frío cuando no corresponde y que le digas a tu esposa que te toque el cuello con la palma de la mano para ver si uno tiene quebranto.
Me acosté un poco antes de lo normal porque es lo que pedía el cuerpo. Antes me serví un ron seco.
El primer trago supo a gloria. Cayó bien. Leí para ir agarrando sueño y extendí la mano hacia la copita. La llevé a la boca y nada.
Nada.
Olí y nada.
Nada.
Así empezó la anosmia. Brutalmente repentina. Literalmente entre un trago y otro. Cuando escuchaba que a algunas personas con Covid les daba anosmia, imaginaba un proceso paulatino. Y no, la cosa, al menos en mi caso, es como un pasador eléctrico que de repente bajan y ya.
Desde que empezó la pandemia me he cuidado mucho y de paso al momento de contraer covid tenía las dos vacunas, pero este bichito es esquivo y artero. Me cuidaba por miedo, porque de muy cerca he visto sus consecuencias, pero de todo a lo que más miedo le tenía es a la anosmia. Soy cocinero. Cada quien hala a su lado, y mi lado es uno en donde el alimento que me llevo a la boca se compra gracias al hecho de que puedo oler y saborear.
Apenas noté la pérdida de olfato y gusto fue inevitable que me pusiera a pensar en mi madre. Ella vivió los últimos treinta años sin ambos sentidos a raíz de un accidente cerebrovascular. Gran cocinera como fue mi madre, permanentemente se quejaba porque le habían robado ese placer. A medida que avanzaban los días para mi, también comencé a desahogarme con quien me quería escuchar (especialmente si la ocasión era comiendo) y fue terrible sentir que no me entendían (o al menos no con la magnitud de desazón que yo sentía) y que hasta fastidiaba que siguiera con el cuento. Fue terrible, no por la actitud que creía percibir en otros, sino porque exactamente así veía a mi madre. Pensaba “ya fue”, “aprende a vivir con eso”, “ya está bueno de quejas”. Yo honestamente sentía que moría sin olfato. Sé que es hasta frívolo ante tantas cosas terribles que pudieron haberme pasado con Covid y ante lo crudo que ha sido para tantas familias, pero es lo que sentía. Digamos que la reflexión que tuve de esta primera parte de la anosmia fue que no subestimaría de nuevo la pena de otro ¿Cuántas veces no le hemos dicho a un niño “no llores que eso es una tontería”?... eso era yo: un niño que no olía, en un mundo que repentinamente había quedado en silencio.
II
DEL DIÁLOGO
Al segundo día apelé a la fuente más extensa y menos fiable que pueda haber. Me refiero a Google. Ya hace tiempo tengo claro que en Google uno encuentra lo que está buscando desde la perspectiva que uno está buscando. Si uno está convencido que la mantequilla es mala no investiga sobre las grasas, sino que pone en el buscador “¿es la mantequilla mala?”, y obviamente obtiene información que lo valida. Casi toda consulta en google es retórica. Un pertinente recordatorio de lo que son las burbujas en donde el diálogo no es diálogo.
El caso es que me puse a buscar, morbo por delante, cuánto tiempo duraba la gente con anosmia. Así me enteré de cosas como que el virus ama las células que permiten la comunicación entre la química olorosa de las cosas y el cerebro. Muertas esas células, muerto el diálogo y dejamos de oler. También leí los testimonios de gente que no ha recuperado, año y medio después, el olfato. Leí sobre los ejercicios para ir haciendo memoria olfativa y leí lo poco efectivo que son, también leí sobre otras enfermedades que causan anosmia. Total, que inmerso en un mar de testimonios y seudo ciencia me convencí de una cosa: nadie sabía a ciencia cierta como resolver mi problema y existía la probabilidad de quedar así para siempre.
Usted que me lee probablemente piense que estoy siendo dramático ante una tontería. Pero para un cocinero que vive de cocinar, perder el olfato es el equivalente a perder una mano un pintor. A partir de ese momento otros deben hacer las cosas por uno.
Soy una persona práctica por naturaleza. Ante cualquier situación inesperada tengo la tendencia natural a ponerme a pensar cuáles son los caminos para salir del entuerto y cuál será el nuevo futuro. No fue distinto esta vez. De verdad empecé a imaginar el escenario en donde planteaba teóricamente una creación de un plato, con su concepto e historias, y luego le explicaba a mi equipo cómo hacerlo y con cuáles técnicas, para luego pedir a Sylvia, mi esposa, que lo probara y me dijera si se parecía a mi cocina para hacerle los ajustes necesarios.
III
DEL SIENCIO
Si a uno lo meten en un cuarto 100% oscuro, para que vivamos la ceguera, igual seguimos recordando formas y colores. Me consta. He hecho experiencias de caminar a ciegas en lugares en donde los guías son invidentes y en lo que uno se sienta en un bar (eso hice una vez en un espacio sin luz diseñado para sensibilizar videntes) imagina la silla, la barra y hasta el color de las botellas. Ver en el cerebro.
Igualmente, si uno entra a un espacio sin sonido alguno es capaz de recordar la canción que más le gusta. A mi, por ejemplo, me gusta mucho el concierto para violín de Beethoven y créame que echado en la cama puedo tararearlo en el cerebro. Escuchar en el cerebro.
Nací con un olfato privilegiado. Estoy absolutamente seguro que es la razón por la que terminé siendo cocinero. Todos nacemos con uno de los sentidos más sensible. Hay quien ve poesía en los colores donde otros solo ven colores. Hay quien nota giros en una armonía en donde otros solo escuchan la canción de siempre o hay quien se eriza ante el contacto de una camisa cuando otros solo ven tela. Bueno, yo nací con olfato. Sumemos a esa característica natural el que me he pasado la vida cultivando ese olfato hasta llegar a tener también una memoria olfativa y gustativa bastante importante, y entenderán que cuando perdí el olfato me dije: “pero tengo su memoria”.
Lo más impresionante, lo absolutamente inesperado, es que no queda ni asomo de recuerdo. Es decir, contrario a los ejemplos que puse de la vista o el oído, para recordar un olor hay que estar oliendo. Ponía una fresa frente a mi y nada (¡nada!) en mi cerebro me decía fresa. Salvo por las variaciones de textura o temperatura, fresa, papel, manzana o filete de carne asada, son lo mismo: nada.
Siempre me creí una mentira que yo mismo inventé. Que podía sentir físicamente los olores en una especie de sinestesia. Pues no. Ido el olfato, ido los recuerdos.
Todo el espacio físico lo asocio a aromas. De hecho, si a un espacio físico le cambia el aroma usual me pongo nervioso. Quedarme sin olfato implicó la desaparición del espacio circundante, al menos como lo percibo. Dormir y no oler hace que dudes si estás en un cuarto.
Lo llamé “El Silencio”. Impresionante, pero el entorno completo, estando despierto, aun con sus colores, texturas y sonidos, despareció. Es la sensación de más vértigo que recuerde.
IV
DE LA VUELTA A LO BÁSICO
Con el olfato se fue el gusto. Eso lo esperaba. Por algo uno se tapa la nariz cuando necesita tragar un remedio de sabor espantoso. Lo que me resultó interesante es que se sienten claramente el dulce, amargo, ácido y salado, el famoso cuarteto que le enseñen a uno en primaria con un dibujo de una lengua. El umami, el famoso quinto sabor, no. Comienzo a creer que, aunque entiendo perfectamente lo que es umami, su presencia física en la lengua no es tan obvia como nos han hecho creer.
Sentir los cuatro sabores básicos no es agradable, pero hace que no se sienta que algo queda, así que es un ancla para aferrase. De los cuatro, es predecible, el dulce es el que más agrada. Por suerte no me lancé a comer chucherías como un desaforado, ayudó mucho una crianza en donde el dulce no era cotidiano y por lo tanto es una sensación que me cansa rápido.
Lo que si fue un misterio y, como verán un poco más adelante, una cachetada emocional, es que sí sentía el aroma del café y parte del tostado del pan. Inexplicable que uno tenga cortado el circuito que une nariz a cerebro, pero quede un polizón que si logra hacer presencia.
Vuelvo a mi madre. En sus tres décadas sin gusto ni olfato, lo que más le gustaba comer era algo dulce, café amargo y pan. Siempre creí que era porque, al no tener placer, se obligaba a alimentarse con tres cosas que siempre le gustaron.
En fin, esta etapa de la anosmia me dio material para hacer psicoanálisis un buen rato.
IV
DE LO VOYEUR
Esta etapa fue bien curiosa y hasta divertida. Tengo la suerte de estar casado con una mujer que disfruta mucho comer. Verla hacerlo es de por sí un placer. Ella es flaca y siempre me burlo diciéndole hulk porque “eres una flaca con un monstruo hambriento en el interior”.
Para este momento ya tenía quince días sin oler. Este evento me agarró fuera de mi ciudad, en casa de nuestra hija mayor. Desayuno, almuerzo y cena nos servíamos los mismos platos. La veía comer y le preguntaba: ¿Está bueno? ¿Me lo describes? ¿Lo volverías a comer?
Pensé que verla disfrutar y contarme lo bueno que estaba iba a sumarse a mis acrecentados nervios ante la perspectiva profesional de un chef sin olfato, pero no. Es bien curioso pero a través del placer de Sylvia, viéndola y oyéndola, disfruté bastante esas comidas.
Descubrir que la felicidad de otros, su placer, produce en mi una reacción placentera en lugar de una de envidia fue por largo lo mejor que me legó el haber estado con anosmia. Nada deseable condición, pero viendo el vaso lleno dejó una muy linda conclusión.
V
DE LA NORMALIDAD
Volver a la normalidad fue lento. Si el olfato lo perdí entre un trago de ron y otro, su regreso ha pasado por reaprender algunas cosas.
En un momento me di cuenta que estaba sintiendo atisbos de sabor de lo que comía. Aspiraba profundo y no tenía nada de olor de los alimentos, pero si estaba sintiendo algo de su sabor. Tratando de entender descubrí que era por retrogusto. Es decir, si metía aire desde la garganta hacia la nariz justo en el mismo momento de tragar, sentía. No es un movimiento muscular fácil pero lo dominé. En esta etapa agradecí la paciencia de Sylvia porque con cada bocado hacía un ruido gutural con la garganta y otro al expulsar el aire por la nariz.
Debe haber sido bastante incómodo comer a mi lado. En esta etapa también saqué algo bueno ya que hoy, casi normal, siento mejor los sabores porque soy consciente de este movimiento muscular de retrogusto y sé hacerlo sin los ruidos.
Estoy seguro que en esta etapa la memoria que he cultivado fue importante. No olía sino “por detrás de la nariz” y cada cosa que finalmente descubría la cotejaba con el catálogo de la memoria y hacía mis anotaciones cerebrales. Esta etapa fue casi de estudio. Fui sistemático.
De repente un día me acerqué el brazo a la nariz y sentí algo de mi olor. Allí descubrí que algo nuevo estaba pasando. Fue una etapa en la que solo olía si aspiraba fuerte. No funcionaba con todo. Empecé a anotar que olores si llegaban y empecé a hacer ejercicio. Olía lo que si reconocía e inmediatamente después olía otras cosas y trataba de recordar su olor desde los archivos del pasado. Creo que funcionó. No se si fui recuperando el olfato por los ejercicios, porque estaba sanando, o por combinación de ambos.
No estoy totalmente recuperado (escribo esto 41 días después del día cero) ya que eso que he llamado el silencio espacial persiste en alguna medida. Es decir, no siento los olores todo el tiempo como antes sino cuando tomo consciencia que debo oler.
Hubo un momento clave para entender que volvía a ser casi el de antes. Un amigo nos invitó a comer caracoles en un restaurante. Todos comentaban que tenían una hierba pero no sabían cuál. Tomé uno, aspiré porque siempre lo hago, y de inmediato dije inconscientemente “que raro que a unos caracoles de mar los hayan hervido en un agua que tenía un clavo de olor”. Allí fue que todos dijeron ¡Clavo, eso es! ¡No pueden imaginar el alivio que fue darme cuenta que había llegado a conclusiones sin que fuera un trabajo consciente!
No sé si alguna vez seré el de antes. No estoy preocupado. Creo que estoy oliendo muy bien, pero distinto.
V
EPÍLOGO
Me dio covid teniendo dos vacunas. Aquí cuento la parte “gastronómica”, pero tuve síntomas asociados a los pulmones que llegaron a preocuparme bastante. Mantuve un registro constante de la oxigenación de la sangre y con médicos. Era esperable porque hasta la adultez fui bastante asmático (una cosa buena, de muchas, que tiene ganar años es que muchos asmáticos van dejando de serlo). Estoy seguro que mi caso hubiese sido de hospitalización de no haber tenido las vacunas. Por esta enfermedad perdí a mi amigo del alma. Por esta enfermedad mi socio estuvo intubado. Por esta enfermedad me he enterado de historias de mucho dolor.
Si usted que me lee ha caído en la espantosa trampa de gente muy perversa (nunca sabré con que fin maligno) que se ha dedicado a escribir artículos contra las vacunas usando lenguaje meta científico para parecer serios, le pido encarecidamente que lo piense.
Las vacunas no evitan que uno se contagie, pero evitan (y eso estadísticamente está absolutamente claro) que uno muera.
Quién no cree en las vacunas, además, suele ser menos cuidadoso con los demás porque dentro de la filosofía antivacuna hay mucho de que esta enfermedad es un complot o una reacción exagerada ante algo no tan grave.
Por favor vacúnese. Yo probablemente estoy vivo gracias a ello.