La presión pública ejercida de manera gregaria, masiva y vociferante desde redes está ejerciendo autocensura como pocas veces imaginé.
Me sucede y sé que le sucede a muchos. Puesto en blanco y negro: hay temas que no son nada sexis para la masa virtual, así que mejor callar para evitar ser acusados de retrógrados, vejestorios aferrados a un pasado que no debe ni siquiera debatirse.
El derecho a la vida es uno de esos temas. Es tan violenta la reacción a su misma mención que inclusive la iglesia católica, que ha pensado en el tema por bastante tiempo, está agazapada tímida sin ser la voz de un debate que en muchos casos es necesario exponer con un poco más de valentía. Si a quien cree en el derecho a la vida lo vemos como un fanático religioso (o un dogmático de fe, en el mejor de los casos), el derecho a matar perderá los muros de contención que ha costado mucho erigir.
Más allá de mi confesa “militancia activa” católica, creo en el derecho a la vida como el ejemplo más importante de civilización. Desde que tengo memoria, desde mucho antes de convertirme al catolicismo, lo contrario, matar, para mi es la barbarie. No puedo creer, por ejemplo, en la pena de muerte como una opción civilizada.
Hay tres casos que siempre llaman a consciencia y debate tarde o temprano en la vida: ¿Debe nacer un ser vivo que vivirá pobreza, violencia o discapacidad física? ¿Debe morir un ser humano que ha cometido un delito imperdonable? ¿Debe prolongarse el sufrimiento de quien sufre?
En las dos primeras preguntas no me explayaré porque, como claramente muestra el título, es de la eutanasia que quiero escribir. En todo caso, en apenas este medio siglo y más que llevo dando vueltas por allí he visto como pasamos de considerar en “mejor que no nazcan” a los que llamábamos mongólicos, a personas totalmente funcionales que contribuyen al bien común. Y lo único que cambió es que la sociedad decidió hacerse cargo. También he visto como las pruebas de ADN han sacado a la calle a condenados a muerte que languidecían sin rencor en una celda, y he visto monstruos pedir perdón, ser perdonados y trabajar hasta el fin de sus días en reparar.
He visto, también, como la diferencia entre alegría e infierno no es la vida sino el tener acceso a medicinas, cuidados y apoyo. Un dolor insoportable lo es, aunque sea crudo decirlo, más insoportable para el que tiene menos acceso a la cura. Así de cruel, así de humano. No es lo mismo estar paralítico sin silla de ruedas y viviendo en un segundo piso, que contar con la silla y el sistema que te suba a tu habitación.
Me perturba la eutanasia. Es obvio que por mi religiosidad iba a ser así, pero va más allá. Me perturba y no sabía bien porqué.
Recientemente la organización Compañía de las Obras me invitó a un seminario que dictaron el filósofo italiano Luca Valera y el Dr. Carlos Rivera. Y aunque caigo en el viejo recurso de escudarme en otros claramente más inteligentes para justificar que alguien no intelectual como yo se meta en temas que no le corresponde, hablamos de dos personas con credenciales bastante importantes: el primero es el director del Centro de Bioética de la universidad Católica, y el segundo es Jefe de Urgencias de la Clínica Los Andes. Es decir, los que allí hablaron ni eran “curas fanáticos” ni eran advenedizos. Dos personas cuya vida transcurre en pensar las difusas líneas que vamos construyendo para ser mejores, dos personas que ven la muerte todos los días y a los ojos. Fue una suerte estar en esa conferencia porque hizo lo que cualquier oráculo: me permitió entender mis propias voces.
Antes de tocar puntualmente los aspectos que me hacen ruido detrás del concepto de eutanasia me permito confesar, algo cándido quizás, lo siguiente. Así como me hace ruido cuando el derecho a la vida deja de ser importante (¡Las veces que me han dicho “es bonito lo del perdón, pero a esos habría que matarlos”!), también me hace ruido legislar sobre las decisiones de la gente. En este punto siempre he tenido conflicto con mis amigos cuando nos sentamos a hablar de la vida y de teología. No estoy de acuerdo con el aborto, pero no juzgo la decisión ni a quien decide, y lo de penar con cárcel lo veo como el camino fácil por parte de un gobierno que no quiere hacer su trabajo. Con la eutanasia me pasa lo mismo. No juzgo a quien decide quitarse la vida… sólo que en este caso siento que muchísimas veces entra en juego una perversa asimetría de poder que pudo hacer ver las cosas distintas para quien toma la decisión de quitarse la vida.
EL JUEGO DE UN PODER ASIMÉTRICO
Equiparar dolor y sufrimiento como si fueran sinónimos de un mismo saco de indignidades es un error, pero no voy a entrar (al menos por ahora) en esas honduras filosóficas. Lo que si me perturba es que, a la hora de vislumbrar el futuro, los médicos con sus conocimientos son los únicos que tienen poder. Si un médico afirma que de ahora en adelante viene un deterioro inexorable y predice padecimientos en ascenso, hay que creerle que será así y que no hay atenuantes. Pero la vida es mucho mas compleja que eso. Puede predecirse el dolor, pero no hay manera de predecir como se vivirá ese dolor.
Puede ser que tengas dolores, pero el acceso a una medicina te permita disfrutar los últimos días con los amados, pedir los perdones o reconciliar lo quebrado como para que sientas que esos días valen lo vivido. Como puede ser que no tengas acceso a la medicina y ni siquiera tengas el derecho a pensar en despedirte. Puede ser que estés postrado rodeado de gente que te ama y te hace reír, como puede ser que estés postrado en el abandono.
Y aquí hace entrada la clave de este meollo: cuidados paliativos. Muchas veces quien decide morir es porque nadie le dijo que podía vivir.
Es peor que eso: al estado le resulta infinitamente menos costoso convencer a alguien de que debe morir, a tener que cuidarlo para bien vivir sus últimos tiempos. Nadie puede medir el significado que tiene para alguien el segundo, el minuto, las horas o los meses que viviste antes de morir.
No amigos. Quien decide quitarse la vida por enfermedad no siempre lo hace por cansancio o por no querer vivir. Lo hace para no drenar los ahorros de los suyos porque no existe una estructura que le cuide. El callejón de salida no lo puso el dolor, sino la falta de cuidados paliativos. Por eso afirmé un poco antes que es una treta equiparar dolor y sufrimiento.
Así que cuando hablamos de leyes de eutanasia no estamos hablando únicamente del libre albedrío o de derechos humanos. Hablamos de un mundo que considera un estorbo al que sufre, y así se lo hace saber.
Es una ironía que a la hora de hablar de eutanasia se acuse a la iglesia católica de retrograda cuando es esa misma iglesia la que a través de millones de hospicios en el mundo cuida a los abandonados. Una iglesia que está haciendo el trabajo que unos burócratas consideran demasiado costoso porque debe dirigirse a los que considera ya improductivos.
No está en mi la pertinencia o no de analizar una ley que aprueba un congreso. Sabrán los senadores porque la plantean. Pero de que la discusión es asimétrica lo es. A los votantes se les convence que están votando por la libertad… pero no se les echa el cuento completo, como es que la calidad de vida depende del estado.
Termino con la frase que más me perturbó de la conferencia a la que asistí: "cuando se legisla el derecho a morir, al mismo tiempo se está legislando el deber de matar".